3 de mayo de 2015

Dos palabras encienden la noche

Un relato de Fernando de las Heras

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Siempre creí tener claro los motivos que pusieron en marcha mi huida a Lisboa. Pero estos días en los que se cumplen diez años de aquel viaje, empiezo a pensar que los inventé todos.
Yo por entonces había regresado a la nueva casa de mis padres. Después de un infructuoso año académico buscaba razones que me motivaran en lo que siempre había considerado mi verdadera vocación. Era un joven escritor que, sin mucho acierto aún, dedicaba las horas a recorrer bibliotecas, tristes clubs de lectura y todo lugar en el que encontrar atisbos de eso que consideraba verdadera literatura.
Llevaba ya un buen tiempo sin escribir, tal vez, falto de historias que pudiese considerar mías. Y a pesar de que los primeros días en casa fueron catastróficos, con cierto asombro por mi parte, encontré en mis noches frente a la ventana de mi cuarto un extraño placer. Desde allí contemplaba un viejo hotel situado a unos cientos de metros de mi casa. Aunque continuaba abierto, desde hace años no recibía la visita de ningún huésped. Ninguna luz en sus ventanas. En cambio, sobre sus nueve plantas deshabitadas descansaba un letrero que parpadeaba en azul y rojo con su nombre, Hotel Lisboa.
Cada noche, como si se tratase de una cita, me servía una copa, ponía algo de jazz en mi equipo, y permanecía en mi ventana mirando el letrero.
En una ciudad como Badajoz, aquel luminoso entre los demás edificios del barrio suponía para mí algo más que un reclamo para mosquitos y tristes de corazón. Una emoción que sin darme cuenta me mantuvo aquellas noches en alerta.
Una mañana mientras pensaba en la gente que habría visitado el hotel, en qué hicieron allí, en qué estarían haciendo ahora en sus vidas anónimas para no volver, decidí por sorpresa redactar una carta al director del hotel. En ella, después de alguna consideración política y poética menor sobre mi vida y mi bloqueo como escritor, le agradecía que a pesar de no tener visitante alguno, cada noche decidiese incansablemente iluminar aquellas dos palabras. Que supiese, al menos por mi parte, que había un espectador, vecino suyo, que reconocía su esfuerzo.
Como es de suponer, esperé con ganas unas palabras afectuosas de mi desconocido director. O al menos un acuse de recibo en el que me asegurase que su actividad diaria, encender nuestro letrero, no dejaría de suceder. El mero hecho de imaginar que un día, sin previo aviso, no encontrara mi faro girando me descolocaba por completo.