2 de mayo de 2015

En cuanto el sol perdura. Leyendo al poeta António Ramos Rosa

Por Antonio Rivero Machina

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No vamos a descubrir ningún recóndito portento, ni es esta la reivindicación de un poeta raro, conocido apenas por un círculo selecto e iniciado en elitistas minorías. António Ramos Rosa es uno de esos contados escritores cuya muerte, ocurrida en el no muy lejano septiembre de 2013, merece al menos un espacio de cuarenta y cinco segundos en los telediarios de su país. En la prensa española, una digna necrológica en El País del 9 de octubre de 2013 nos informaba de su fallecimiento. Su figura se presta fácilmente al mito. Su biografía no ha de ser laboriosamente adornada por el crítico, o cubierta con un decoroso manto de silencio sobre algún capítulo turbio de su pasado. Porque el autor de O grito claro se significó sin ambages –bien que sin caer en el temerario heroísmo cacareado por tantos y practicado por tan pocos– en contra de un Estado Novo salazarista en el que le tocó vivir y crecer como poeta. No caeremos pues en la hagiografía fácil, que la vida honesta de este militante del Movimento de Unidade Democrática se basta por sí sola ante la historia. Tampoco repetiremos en innecesario refrito lo que sus principales analistas –Ana Paula Coutinho Mendes, António Guerreiro– han dicho con probable acierto sobre su poesía elemental y desnuda, sobre sus tres etapas, sobre sus influencias ora pessoanas, ora budistas, ora presocráticas.
Baste decir que Ramos Rosa nació al sur del Algarve, en la costera ciudad de Faro, el año de 1924. Mirando en el espejo ibérico, diremos que fue un año mayor que Ángel González o Ignacio Aldecoa, dos que Caballero Bonald y José María Valverde. Baste a ello añadir que en la década de los cincuenta, desde la revista Árvore (1951-1953) –seguida de Cassiopeia (1956) y Cadernos do Meio-dia (1958-1960)– que él mismo comandaba, levantó junto a sus compañeros de generación nuevas propuestas poéticas más allá de neorrealismos militantes y presencismos trasnochados. Vinieron a insertarse así en un panorama ya de por sí rico y variado –merced a los mayores Miguel Torga, Casais Monteiro, Alberto de Serpa, Eugénio de Andrade, Jorge de Sena, Sophia de Mello Breyner y otros tantos–, al que también se sumaban los surrealistas de Lisboa –Mário Cesariny, Alexandre O´Neill– de su misma generación. Ramos Rosa y los suyos apostaron, sin embargo, por la búsqueda de un lenguaje poético elemental que tuviera en lo humano su médula poemática.