5 de mayo de 2015

La pseudonimia en Vicente Aleixandre

Por Alejandro Duque Amusco

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Los investigadores del 27 algún día tendrán que afrontar un difícil y apasionante reto: el estudio de los pseudónimos utilizados por algunos miembros de esta excepcional Generación en diversos momentos de su vida literaria.
Un pseudónimo puede ser simplemente una careta, un antifaz o un juego con el que un autor evade la responsabilidad de lo escrito frente a sus lectores, y puede ser también un simple adorno, un revestimiento que además de encubrir añade un toque de misterio o de sugestión: es la que llamaba de modo genial Ramón Gómez de la Serna “la hopalanda del pseudónimo”. Este deseo de ocultación de la verdadera identidad llevó a un joven Jorge Guillén a firmar sus artículos de crítica literaria desde París con los nombres de Félix de la Barca y Pedro Villa; conocidos son hoy los falsos nombres de Ángel Cándiz o de Alfonso Donado –este último con carácter de parcial anagrama– que utilizó en su día Dámaso Alonso. Y a sus últimos años de vida corresponde el provocativo “Abinareta”, tras el que se cobijó un radicalizado y descontentadizo José Bergamín. Son ejemplos extraídos todos de esta brillante Generación.
¿El nombre hace al hombre? Pedro Salinas clamaba por boca de uno de los personajes de su pieza teatral La bella durmiente contra la inveterada costumbre de marcar de por vida al recién nacido con un nombre “a gusto de los papás o de los abuelos –decía textualmente–, para siempre y sin apelación posible”. El cambio de nombre permitiría a los protagonistas de esta deliciosa obra saliniana vivir un amor esperanzado y hasta inventar aquel nuevo nombre propio que cuadra mejor con la personalidad de cada uno.
 Bien sabemos –humor saliniano aparte– que las cosas no son así. El nombre no es una marca indeleble, como un tatuaje de la personalidad, ni añade más significación que aquella que la etimología le procura. Es el hombre el que hace al nombre y lo carga de un sentido exclusivamente propio e individual.
Vicente Aleixandre, como es bien sabido, recurrió en el arranque de su carrera literaria a dos falsos nombres o pseudónimos para firmar dos poemas suyos, aparecidos en la revista Grecia, en febrero de 1920. Y aún empleó un tercer pseudónimo cuando ya era el conocido autor de Ámbito (1928): la revista sevillana Mediodía, en 1929, publicó bajo el nombre de un amigo suyo dos poemas que podrían haber entrado perfectamente, por lenguaje y visión del mundo, en su libro inicial. Esta búsqueda de un pseudónimo que lo encubriera, en tres ocasiones, y espaciadas en una década, no es del todo “inocente”, y nos revela la natural inclinación del poeta a construir un orbe en el que al mismo tiempo él está y no está, aparece y se oculta: define un ser hipostático y una callada intención.