9 de mayo de 2015

El nombre, el editor, el poeta

Por Francisco José Najarro Lanchazo

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La poesía se compra por el nombre, como el Fairy. Dependiendo de la cantidad de veces que el autor haya sido nombrado, así son las ventas (aunque esto repercuta poco en el poeta y éste deba conformarse con lavavajillas de marca blanca por ser el Fairy exclusivo para los que pueden ensuciar tanto plato). Sin contar con los clásicos, que parten con ventaja en la repetición de sus nombres por los años, los libros de poemas rara vez llegan a las manos del lector tras echar un vistazo en la librería. El lector de poesía mete la mano en el bolsillo cuando ha oído un nombre antes, una joven promesa, un poeta ya hecho y derecho del que todos hablan y que aún no ha leído, algún premio, o el fallecimiento reciente del autor. Los editores lo saben muy bien, ¡anda qué no son listos los editores! Y así crean jóvenes promesas, encabezan generaciones con poetas hechos y derechos y antologías, y rescatan poemas no publicados del poeta muerto. 
(Para que quien lea este artículo no malinterprete mis palabras, fijo y lustro aquí que el editor no es el demonio.)
La editorial de la Universidad Diego Portales, de Chile, tiene un catálogo espectacular, o eso podría decir cualquiera con un simple vistazo a los nombres que en él aparecen, ¡de nuevo los nombres! Pero tuvieron un pequeño fallo. En 2003 publicaron Poemas del otro, del poeta patrio Juan Luis Martínez, explicando al lector que el libro contenía “material hasta ahora inédito: ocho poemas poco difundidos encontrados en diversas publicaciones, más un pequeño conjunto de entrevistas y conversaciones que quedó registrado de este poeta imprescindible.” Juan Luis Martínez fue un poeta poco común, como se puede ver en su obra maestra La nueva novela, donde hay poesía y juegos lógicos, humor e inteligencia, o en el libro-objeto La poesía chilena, una caja que contenía entre otras cosas los certificados de defunción de los cuatro grandes poetas chilenos hasta el momento: Gabriela Mistral, Pablo Neruda, Vicente Huidobro y Pablo de Rokha. Poco común por su concepción de la autoría y su ego. Antes de morir, en 1993 y a los 49 años de edad, el poeta encargó a su mujer que quemase todos sus poemas cuando falleciera.