7 de julio de 2017

En otros veranos

Por José Manuel Sánchez Moro

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Jaime tenía una moto verde que no hacía ruido. Para descender las cuestas del pueblo que daban a nuestro bar de reunión solía desactivar el motor y darle la utilidad que se le da a una bicicleta. A Jaime le gustaba comer bien y contarnos que la noche de antes del día convenido para una de nuestras reuniones se había visto con un hombre del mundo del cine, un tipo de segunda fila venido a menos, que, en una ocasión, tuvo a Sara Montiel sentada en su pierna tanto rato que la doncella se le meó encima. Tenía una moto verde que no hacía ruido y unos zapatos que seguían la moda de la capital. A veces, cuando daba a la moto utilidad de bicicleta, dejaba las piernas fueras y girando la cintura se aferraba al manillar en una pose chulesca y relajada, atrevida y llamativa, que acompañaba con un cigarro colgado de sus labios. Su abuelo fue marisquero pero gustaba de la casquería; su familia comerciaba con jamones por aquel entonces pero a él le podía el marisco. Le gustaba comer bien y solía contar que en la capital tenía una novia rubia y guapa. Tan rubia y tan guapa que no la merecía.
A Jaime, que vivía en la capital, y a Sebas, que se metió en la Universidad de su ciudad para ser el primero en calificaciones de su promoción hasta convertirse en Doctor, solo los veíamos en verano. Miguelito, Marcos y yo, por aquello de que teníamos parentesco familiar en el pueblo y no era como para los otros dos un simple lugar de asueto, coincidíamos también en los días grises de navidad. Sebas era decididamente feo. El más feo de los cinco. Pese a ello, era, y porque de tan rubia y tan guapa como nos vendía Jaime a la suya la dimos por inexistente y producto de su fanfarronería, el único de todos que tenía novia. Sebas nos contaba historias sobre cómo sería su vida una vez consolidado como profesor de Teoría de la Literatura o Literatura Barroca en la Universidad. Las que más nos gustaban eran aquellas en que preguntaba a las mujeres –sin haber libro de por medio- acerca de las vestimentas que debería lucir en la presentación de su primera novela. Daba cuatro opciones: camisa a cuadros, una; americana y camisa a cuadros, dos; americana y polo negro bien abotonado, tres; y cuatro, polo solo, acompañado de un reloj voluminoso. Al tener respuestas, categorizaba a las mujeres con facilidad. Las de urbe optaban por una determinada estética, muy diferente a las preferencias de las vinculadas a ambientes rurales. De igual modo, la segunda opción era la preferida de aquellas que frecuentaban discotecas, mientras que era el primer descarte de las que preferían bares de raigambre norteamericana, hipsters o bohemios.