Amable sotavento
Por Rafael Banegas
Publicado en nº 2 (Primavera 2016)

Me pide Antonio Rivero Machina, si así lo deseo, que escriba sobre mi concepto de la otredad, sobre los heterónimos, sobre los desdobles del creador y, en mi cerebro, como impulsada por un resorte, aparece la palabra ego. Feliz contradicción —que me pidan hablar sobre el otro y…— aunque en realidad he mentido parcialmente hace cinco segundos: el sagaz Antonio me deja la libertad de escribir un poema o un texto en prosa sobre esos conceptos pero suelo hacer caso a mis instintos más primarios y no puedo más que aprovechar este impulso inicial y exponer las ideas —pocas y deudoras— que he ido esbozando en mis dos primeros libros, donde he intentado explicarlas mediante otro lenguaje. Por muchos rodeos que dé, no creo que sepa manifestarlo mejor, pero no siempre le dejan a uno escribir sobre sí mismo mientras finge estar haciéndolo de los demás.
 
En mis coordenadas poéticas, la búsqueda del otro siempre ha tenido como catalizadores la necesidad de completarme y la necesidad de diluirme. Y cuando utilizo el pronombre personal me refiero al sujeto que habla en mis poemas: se parece tanto a mí que utilizo la primera persona, pero no soy yo, y perdonen por esta burda clase no demandada de teoría literaria. Aquí, en mi caso (y en el de otros muchísimos poetas), ya está el primer desdoble.
 
No he aspirado nunca a vivir en los extremos de Machado o Pessoa, bestias, creadoras de heterónimos (no entraré aquí en apócrifos o heterónimos), que necesitaban decir a través de otro aquello que ellos querían decir pero no hubieran podido —o querido— manifestar a través de su yo, o quizás existían verdaderamente para ellos, o quizás fuera un juego muy serio, o un impulso inconsciente, o todo a la vez, vaya usted a saber. Lo que sé es que dentro de mis juegos, de mi mundo literario, buscar al otro, pedir —incluso exigir— su voz, su presencia dentro del poema, es un ejercicio que me permite aderezar un poco las carencias de un sujeto poético parcial, fragmentario, con una linde necesaria. Es posible que de forma falsa, es posible que intentarlo no sea suficiente para alcanzar la pretendida —atención, palabra ostentosa— plenitud. En Simulacro del frío (Hiperión, 2014) escribí lo siguiente:

“sois la sangre que me falta,
la experiencia no vivida:
conocer qué se siente siendo alto,
siendo mujer o siendo arbusto recto
que crece entre toda la maleza
puede salvarme rápidamente
de no aparecer muerto en mis costuras.”

En estos versos quise expresar la necesidad de completarme y, en cierto modo, funcionaban como una auto-llamada de atención sobre los peligros del vivir ensimismado, del abstraerse en exceso; en síntesis, de creerse que uno contiene la totalidad. En otras ocasiones, como decía, también me ha servido para diluirme. En la primera parte de un poema dividido en tres —titulado, irónicamente, Canto particular—, escribí:

“Todo fue muy difícil.
porque sin saberlo me quedé ciego:
busqué la otredad con avidez
y al principio me pareció
una amante mínima,
un amable sotavento
que me acogió sin cuestionarme.”

Así vivo también la búsqueda del otro (de lo ajeno, en cierta forma): como una manera de resguardarse de los elementos, como una forma de relajo de uno mismo, como una forma de diluirme.
Puede parecer contradictorio este doble ejercicio relacionado con la otredad que he practicado y sigo practicando en mis poemas —y que he intentado esbozar aquí— y lo más probable es que así sea, pero no prometí coherencia, y con este texto tan sólo pretendía llevar a cabo una pequeña práctica introspectiva sobre mis versos cuya conclusión espero que forme parte de un mosaico más amplio de opiniones, posturas e ideas.