Los Founding Brothers de Joseph J. Ellis
Por Gabriel Moreno González
Publicado en nº 3 (Primavera 2017)

En la mañana del 11 de julio de 1804, a las orillas del río Hudson, dos protagonistas de la Revolución y la Independencia de los Estados Unidos se baten en duelo: Aaron Burr, vicepresidente de la Nación que comienza a caminar, y Alexander Hamilton, padre fundador del país y principal autor de los Federalist Papers. La generación que había luchado contra Inglaterra, que había creado un nuevo Estado fundado a través de esa joya jurídica que es la primera Constitución federal de nuestra historia contemporánea, contempló atónita cómo dos de sus más destacados miembros alzaban las armas en medio de la niebla tras contemplar, segundos antes, el río sobre el que se alzaría una de las ciudades más prominentes del planeta. 

Pocas veces puede uno leer en The New York Review of Books la afirmación tajante de que un libro es de “los mejores”, un “logro duradero para la Literatura y la Historia”. Las frases altisonantes, más propias de las pasiones románticas tan ajenas a la pluma aséptica de los críticos literarios anglosajones, son extrañas también en el Oráculo mediático de la palabra escrita. Pero Founding Brothers, la impresionante historia novelada de quienes protagonizaron los primeros años de la que luego se convertiría en la mayor potencia mundial, mereció tales bautizos en la primera plana del periódico. No por nada su autor, Joseph Ellis, el erudito de la Guerra de Independencia y de la génesis de los Estados Unidos de América, ganaría el Premio Pulitzer con esta contribución imprescindible para los amantes de la Historia.

Hamilton y Burr. Con esa excepción teñida de sangre y tamizada por el halo romántico que perseguían conscientemente los propios duelos, comienza Ellis su obra maestra. Sobre el escenario donde el creador del primer banco nacional moriría desangrado, despliega el escritor la panorámica de unos Padres Fundadores que fueron, antes que nada, hermanos, compañeros, adversarios y amigos. Y es que en ocasiones, los hilos que conforman la Historia parecen concentrarse, cual madeja, en momentos concretos donde el devenir de los pueblos se forja en unos instantes de hercúlea gravedad, cuando una porción de hombres, a veces insignificante en número, se alza por encima de las soberbias Parcas. George Washington, Benjamin Franklin, John Adams, James Madison, Thomas Jefferson, Alexander Hamilton, Thomas Paine…reunidos en una misma sala, discutiendo sobre una misma resolución, viendo con la claridad que otorga el entendimiento el futuro que ellos, sí, ellos, están construyendo para las millones de personas que habitarían en siglos venideros un país con dimensiones continentales. Porque si algo quiere Ellis que nos llevemos de su obra es el mensaje, la afirmación rotunda, de que los protagonistas de la Revolución americana eran sabedores y conscientes, en todo momento, de que estaban haciendo y construyendo Historia. La cantidad inabarcable de correspondencia, de memorias y escritos que nos han legado, da buena cuenta de la exégesis introspectiva de sus autores, pues no sólo recogen meticulosamente los hechos que vivieron y las percepciones personales que desplegaron, sino que también, a cada paso, en cada reflexión, se miran a sí mismos ante “el justo respeto del juicio de la Humanidad”. Juicio que estuvo, en no pocas ocasiones, a punto de exhalar su último suspiro ante el riesgo, continuo y siempre amenazante en los primeros años, de ruptura y fracaso.

Las tensiones que atravesaron el proyecto de los Estados Unidos como país federal que se olvidaba gracias a la Constitución de 1787 de otras formas ineficaces de organización del Poder, fueron un hierro candente que separaron las vidas y los intereses de sus fundadores. El Norte comerciante que daba sus primeros pasos en el mundo de las finanzas y el Sur agrícola y esclavista, siempre desdeñoso de los partidarios de un poder central fuerte, llegaban en momentos muy concretos a acuerdos y consensos que, bajo la tenue luz de las velas y el calor sofocante de las pelucas empolvadas, se celebraban en la clandestinidad propia de los grandes estadistas. El “Compromiso de 1790”, por el que el Sur republicano, representado por Jefferson y Madison, y el Norte federalista, encarnado en la figura siempre descomunal de Hamilton, se abrazaron y acordaron cesar las “hostilidades”, fue en verdad una cena cortés que se celebró una calurosa noche de verano en la casa de Jefferson. Un encuentro histórico, presidido por uno de los padres de la democracia radical y dos genios de la teoría del Estado, que atenuó las inquietudes de los republicanos hacia el poder cada vez más robusto de la Federación gracias a la concesión, por parte de Hamilton y los federalistas, de la mismísima capital del nuevo país. Washington D. C., no está situada en el Potomac tan cerca de Virginia por una casualidad geográfica… A cambio de su situación, en una época en la que todavía el Poder se hacía presente y corpóreo en un lugar concreto, los partidarios de una administración central fuerte ganaron la aprobación de la medida estrella de Hamilton: la sustitución de las deudas estatales por una deuda nacional federal que las asumiera. Con ello, la futura capital de los Estados Unidos ganaría un poder (económico, valga el pleonasmo), que pronto sería inasumible para los republicanos, defensores de la máxima autonomía de los Estados y sus derechos frente a los intereses de las oligarquías financieras y mercantiles de las grandes ciudades del Norte. La ciudad y el campo, los liberales y los conservadores, la proto-clase financiera y la aristocracia de la tierra, Federalistas y Republicanos, Jefferson y Hamilton…la tensión inacabable de la historia de Estados Unidos que, llegando hasta nuestros días en renovadas formas de hipóstasis, se aplazó durante unos instantes en una amistosa cena… Ése es el gran logro de Ellis: mostrarnos las contradicciones de los procesos históricos, el juego constante de intereses y el choque de clases, en momentos estelares (¡ay, Sweig!) protagonizados por una generación, de Hermanos, única en la Historia.

Los republicanos pronto se sintieron, de hecho, engañados y se dispusieron prestos, aunque ya demasiado tarde, a enmendar su concesión inicial. Mientras el poder central se engrandecía y consolidaba gracias a las mañas de Washington y Adams, los dos primeros presidentes, y a la propia lógica autorreproductora del Poder (tan bien analizada por De Jouvenel), los enfrentamientos personales se convertían en adversidades políticas. Jefferson, siendo Vicepresidente, comenzó a odiar a su propio Presidente, Adams, acusándolo con despiadada crueldad de pro-británico y monárquico. Los otrora amigos se separaron durante años y el encono entre la frialdad protestante de Adams y la soberbia intelectual de Jefferson, se agrandaron. Ellis no es el primero en señalar al autor de la Declaración de Independencia como el principal responsable y culpable de la histórica enemistad, pero quizá sí sea el mejor que la ha descrito usando las propias palabras de sus actores. Y siempre, en el trasfondo, la figura de la Inteligencia encarnada, de esa mujer durante mucho tiempo olvidada por serlo…de Abigail Adams. Adversarios en la arena política, uno partidario de la democracia radical y el respeto de la autonomía de los Estados y el otro, Adams, fiel defensor de la moderación liberal, la división de poderes y el federalismo de 1787, su amistad se vio corrompida e interrumpida hasta que el de Monticello comenzó años después, desde la lejanía de un país ya levantado sobre su Independencia y la cercanía de la muerte, una de las más bellas correspondencias que ha dado el corazón humano. Durante sus últimos años de vida, las dos figuras descomunales y antagónicas de Adams y Jefferson, se escribieron y cartearon para olvidar su enemistad pasada y recobrar la cercanía de la amistad a través de la letra escrita. “My Dearest Friend”...hasta el último suspiro. El 4 de julio de 1826, el día en que se cumplían cincuenta años de la Declaración de Independencia que ellos mismos habían forjado con sus ideas y plumas, y mientras el país entero celebraba el aniversario, morían casi al mismo tiempo los que habían sido hermanos y enemigos y que ahora, desde los dos lechos de muerte, sonreían serenos a la amistad.

Pero si la tensión entre republicanos y federales tuvo, en las primeras décadas de la génesis norteamericana, su correlación en los contrarios epistolares descritos, la verdadera cuestión por resolver se mantuvo, “siempre”, en silencio. La esclavitud, el tema tabú de entonces y que lo fue durante demasiado tiempo para los panegíricos de la historiografía norteamericana, se decidió apartar sigilosamente de la agenda de los revolucionarios y hombres de Estado. La generación fénix odió la tosca materia que rodeaba tan espinoso asunto, y aun los abolicionistas de fe no osaron mentarla. Ellis describe el silencio que los mancha, el silencio que marchita las palabras de la Declaración de Independencia y las flores que guardan a Jefferson en su Memorial, con palabras contundentes de juicio y valor. Porque lo sabían. Una de las mejores generaciones que ha dado la Humanidad lo sabía y era consciente de que sus actos, por muy gloriosos que fueren y por muchas vanaglorias y banderas que luego enarbolaran, estarían siempre oscurecidos por la sombra de la esclavitud. Franklin lo denunciaría y llamaría hipócritas a sus compañeros, pero lo haría ya demasiado tarde, cuando su voz no era la batuta de la Revolución. Jefferson, el introspectivo arquitecto de Monticello, tendría siempre una relación ambivalente con “la cuestión”, como la que guardarían casi todos los virginianos, incluido, claro está, George Washington, pater patrum. Y Adams condenaría el pecado original de su país y de su misma obra, pero sólo en su fuero interno. El porqué de tales silencios: la unidad de la propia generación y, por ende, de la joven Nación.

Si se quería que las colonias del Sur fueran parte de la Federación como Estados de pleno derecho, y que los Estados Unidos no se circunscribieran a unos meros apéndices al norte del Potomac, se necesitaba el concurso de los esclavistas cuya economía, y aun su sistema político, dependía de la mano de obra negra sometida por las leyes y amparada por las libertades…de la aristocracia terrateniente blanca. Décadas después, Calhoun defendería a los que luego serían los rebeldes confederados blandiendo sus derechos a tener esclavos como símbolo de la verdadera libertad americana y trasunto de la autonomía de los Estados frente a las oligarquías, hamiltonianas y europeizantes, de Nueva York o Boston. La cuestión, decimos, se dejó en silencio, y como todo silencio, se convirtió en una puerta abierta al estruendo. La Constitución no mentó el problema y el Congreso se negó, en reiteradas ocasiones, a debatirlo, pero el ruido de las armas entraría en su propio texto a través de la única guerra civil, más de medio siglo después, que ha tenido el país de Washington, Lincoln y Roosevelt.

Y siempre, por encima de todas las tensiones y de todos los conflictos de intereses, al margen de las pretensiones partidistas de lo que entonces llamaban facciones y hoy denominamos partidos, se irguió durante todo el nacimiento y consolidación de los Estados Unidos su primer presidente, la dignidad y solemnidad de George Washington. El cariño que siente Ellis hacia esta figura casi sobrenatural, el verdadero mito en vida de la Revolución, la Guerra y la Independencia, se hace notar en pasajes de gran belleza donde el autor no escatima en una admiración que, sin lugar a dudas, es proporcional al objeto admirado. Cuando aún nadie sabía cómo podía ser la transmisión pacífica del poder, cuando todo lo que se sabía sobre un mandatario que no era Rey era precisamente eso, que no podía en teoría perdurar en el cargo, el contorno mayestático de Washington aparecía para brindar seguridad a sus conciudadanos. Humilde y adusto, entregado al trabajo y al servicio público, auténtico defensor del interés general, el respeto y la admiración que su pueblo y su propia generación siempre le guardó le pudieron haber conseguido una reelección sine die. Pero, a pesar de su prestigio y popularidad, y a pesar de que todo el mundo le seguía pidiendo que fuera él, porque era él el único capaz, el que llevara el timón de un Estado demasiado joven para entenderse a sí mismo, Washington decidió retirarse de la vida pública... a su granja, como su querido Lucio Cincinato.  La República se salvó gracias al único que podría haberse convertido en su primer Rey y que aprovechaba los intersticios de su frenético trabajo para medir y demarcar él mismo, caminando en la soledad de su bastón, los terrenos de lo que hoy conocemos como la Casa Blanca y el Capitolio.

El viejo general, en el último momento antes de su retiro final, leyó su postrer discurso. El Farewell Address de Washington, escrito en parte por Hamilton, más ducho en el arte de la palabra, sigue constituyendo hoy día uno de los textos más bellos de la historia de la política y de las ideas, y refleja al mismo tiempo la intención sincera y loable del mayor estadista. Contra los intereses de las facciones que desmenuzan el bienestar general, contra las soberbias de quienes creen poseer la razón por sentarse en el sillón del Poder, contra las posibles derivas que pudieran afectar al joven país, Washington desplegó su prestigio en una despedida que, más de doscientos años después, debiera ser el mejor dintel para un poder, el estadounidense, del que siempre dudaremos que sea merecedor de sus Founding Brothers.