Verdadera destreza
Un relato de Alberto Escalante Varona
Publicado en nº 1 (Primavera 2015)

No hubo en toda la villa rivalidad más encarnizada que la que entablaron don Carlos de Solís y su mellizo, don Pedro. Como tales, fueron íntimos; como tales, fueron extraños. Juntos conocieron el solaz de la niñez, y la frialdad de la madurez. Sabía uno las flaquezas del otro, compartían el respeto hacia sus bondades, y se comprendían tanto como se repudiaban. Suya fue la perfecta semejanza, y cuanto más grande era esta, tanto igual su irreconciliable diferencia. Pues uno se consagró a las Letras, y vio Salamanca sus empeños, y doctor volvió a su hogar. El otro tanteó a Dios, para acabar tentado por el corazón. Y, como en todo relato que se precie, cuentan que hubo una mujer, una bella, fuerte y culta dama que a ambos nubló los sentidos y la razón. Ninguno sucumbió, pero las flaquezas que revela el amor son imposibles de aceptar para el hombre noble. Y ha de purgarlas en acero. 
 
Y ambos, caballeros, completaron su inteligencia con la devota servidumbre al rey y a la patria. Don Carlos jamás comprendió la guerra, aunque en Flandes fue gallardo; mas don Pedro, pendenciero, en Argel licenció su descaro bajo el signo del infiel. Aunque cuentan los rumores que no hubo tal ofensa, y que cautivo fue el Solís a su pesar, para el padre tal desprecio fue algo imperdonable. Y desde entonces, el Sol invicto que adornaba la fachada del palacio familiar, presumiendo de su renombre, se vio deslucido por otro escudo paralelo, un hermano en otra calle, un deslucido sol de gesto furioso en un oscuro rincón aledaño. Cuando don Carlos volvió, después de muchos años, heredó hacienda, nombre y deshonor. Y curtido, cansado e impasible, forjado por el horror de la muerte fugaz junto al compañero, dedicó su restante empeño al estudio, la calma y el olvido. 
 
*

La noche en que regresó el Solís, don Carlos, solo, releía un viejo tratado, abierto de par en par en desorden junto a las armas de Narváez, las tablas de Gondomar y los humores de Huarte de San Juan. Y allí donde leyó

... ya que es el Tiempo una certeza, y un engaño es el momento...

sus ojos se negaron a seguir, pues la luz del candil era ya escasa y por la ventana se filtraba el dulce aroma del jazmín en destellos de susurrantes estrellas. Y cuando sus dedos acariciaron un viejo paño de seda, en oro un sueño bordado, cerró el tratado, rumiando aún sus palabras, y se vistió de gris para salir a la noche y sus inciertos. 

Frente al solar estaba la iglesia, solemne e imperturbable bajo el reflejo de la Luna. Las piedras, en silencio, respondieron con su eco a las firmes pisadas de don Carlos, el Bueno. Era villa de solaz, pero el estío era cruel e inflexible, y ni la noche se libraba de la flama y el desierto. Mas don Carlos, ajeno a esto, debatía para sus adentros las enseñanzas recibidas, y veía en esa villa cien relatos sin final, batallas sin jugar, hojas sin resuello y conflictos aún sin dueño. Aunque conocía desde niño el trazado de las calles y sus muchos recovecos, se sintió perdido, o tal vez raso, ingenuo, nuevo. De su cintura colgaba la espada, y en su mano, el pañuelo. 

Terminó el largo paseo recorriendo la infausta calleja donde el Sol huraño, ensombrecido, al viandante desprevenido juzgaba siempre descontento. Y don Carlos hubiese ignorado, aunque era inútil, tal recuerdo de infortunio de no ser porque un embozado pendenciero y oscuro aguardaba bajo él. Don Carlos llevó su mano a la espada, pero fue lento, y el otro se percató de su gesto.

–No os preocupéis –contestó. –No pretendo dañaros. 

–Valientes palabras para quien oculta su rostro en una noche tan calurosa.

–Mis motivos me los guardo, pero no pretendo intimidaros. Soy un extraño en esta tierra, un recién llegado que ha quedado maravillado por sus rincones y secretos. Creía conocer todos sus misterios.

–¿Cómo os llegaron?

–De oídas. Aunque creo en verdad haberlos vivido, o haber palpado antes estas piedras. Es engañoso el recuerdo. 

–Y necesario. El pasado solo existe porque alguien lo comenta. 

–O lo interpreta. Y entonces miente.

–O arroja luz. 

Y el extraño apartó la mano de su acero, e igual hizo don Carlos. 

–¿Vuestro nombre?     

–Aún es pronto para revelar mi persona. 

–Lo mismo digo, extranjero. Disfrutáis de nuestra tierra, por lo que veo. 

–Me fascina. Todo es lo mismo pero tanto ha cambiado, o eso creo... ¿Sois de aquí?

–De siempre. De hecho, ahí vivo.

–¿Dónde? ¿En este solar? ¿En serio?

–¿Por qué lo decís?

–Me llegaron historias, aunque no sé si lo que cuentan es cierto.

–¿Y qué cuentan?

–Vos vivís ahí. Ya lo sabéis. ¿De verdad querríais oírlo de nuevo?

Nadie respondió, y pasó el tiempo, pero los dos, aun separados por la sombra y el perfume, aún querían seguir debatiendo.

–No he podido evitar reparar en ese escudo.

–Es símbolo de nuestra vergüenza.

–¿Y a quién representa?

–A mi hermano.

–¿Ordenasteis vos su creación?

–Fue mi padre.

–¿Y coincidisteis con él?

–No. Es vergüenza su exhibición, para escarnio de mi familia ante toda la villa.

–Pero ahí sigue expuesto. Entonces lo consentís.

–En absoluto. Mis motivos de enemistad para con mi hermano fueron otros.

–El amor no tendría por qué serlo.

–El amor es un problema que a los ricos crea entuertos, y a los pobres, flaquezas. Mas ya lo dicen los poetas: es dolor y es ensueño.

–De eso entiendo: de poetas.

–¿Y a quién leéis?

–A Garcilaso.

–Noble poeta y mejor soldado.

–Magnífica pluma para amante tan cobarde, hermano.

Y cayó el pañuelo, y ninguno se agachó a recogerlo.

–Aún recordáis –dijo don Pedro.

–Así me temo.

–¿Y cómo vivís?

–Dolido. ¿Y vos?

–Recelo.

–Me cuesta reconoceros. Pero sí, ahí estáis. Habéis envejecido.

–Lo mismo digo. ¿Sois casado?

–¿De verdad queréis saberlo?

–No, supongo que no.

Don Pedro desabrochó su capa y con ella, en torno a un brazo, formó un escudo. E igual hizo don Carlos. Dicen que era una noche tranquila, que brillaban los astros, lucían candiles y amantes alargaban el adiós tras el beso. Que no mediaron más palabra los Solís, que el acero fue raudo y certero, que el muerto no gritó. Pero lo dicen, nada más. Por mi parte, yo aún los veo: firmes, dispuestos, serenos y atentos. Mas ninguna mano abraza la empuñadura: no se atreven, solo esperan. Y pasa el tiempo.

–Habéis sido un inconsciente al revelaros tan pronto. De haber callado, os hubiese ignorado y habríais sobrevivido –dice don Pedro.

–Pero yo también supe que erais vos, cuando adivinasteis los motivos de mi enemistad sin que yo os los revelase. No juego en desventaja.

–¿Entonces jugamos?

–Es justo y necesario. Llevamos jugando desde hace mucho.

–Veinticinco son demasiados años, y si se nos ha conservado la vida hasta esta noche, será porque nos conviene.

–Mucho más tiempo, hermano. Nuestra ha sido la eternidad en un conflicto imposible. Mi vida jamás ha sido la vuestra, como la vuestra nunca ha sido mía. Y, sin embargo, aquí estamos: movidos por la ira ciega, la fortuna adversa y el hueco honor de antaño. Jamás debimos coincidir, pero Dios así lo quiere.

–No hay Dios, hermano. Solo el acero. Y viene a expurgaros vuestros fallos.

–Los nuestros. ¿Y para qué? ¿Para llenar vuestras manos de sangre y condenación? ¿No os aterra el Infierno?

–A él voy, y de él vengo. Más me aterra no ser fiel a mi deseo y perpetuar aún más nuestra diatriba. Ambos sabemos que no habrá descanso hasta que no se salde la deuda.

–Y ni siquiera lo habrá entonces. Pensad en esta calle, que anotará desde esta noche un capítulo más de la vergüenza. Seremos otro relato, otra leyenda, otro cuento. Tal vez alguna tarde un joven o un anciano lea este duelo y se pregunte sus porqués.

–¿Y acaso pretendemos responderlos?

–¿Acaso lo necesita el lector empedernido? Desapareceremos en su voz y letra. Pero así ha de ser. Nunca nos perteneció este entuerto.

–Hermano, me sorprendéis. De no ser por el tiempo, el horror y el hastío de mi encierro, todo habría sido distinto.

–No lo creo. Pero basta ya de charla. Solo queda esgrimir.

–Y haremos suya nuestra historia.

–Y nuestra la suya.

–Sea.

Y desenvainaron sus destrezas, dispuestas a no querer morir.