En cuanto el sol perdura. Leyendo al poeta António Ramos Rosa
Por Antonio Rivero Machina
Publicado en nº 1 (Primavera 2015)

No vamos a descubrir ningún recóndito portento, ni es esta la reivindicación de un poeta raro, conocido apenas por un círculo selecto e iniciado en elitistas minorías. António Ramos Rosa es uno de esos contados escritores cuya muerte, ocurrida en el no muy lejano septiembre de 2013, merece al menos un espacio de cuarenta y cinco segundos en los telediarios de su país. En la prensa española, una digna necrológica en El País del 9 de octubre de 2013 nos informaba de su fallecimiento. Su figura se presta fácilmente al mito. Su biografía no ha de ser laboriosamente adornada por el crítico, o cubierta con un decoroso manto de silencio sobre algún capítulo turbio de su pasado. Porque el autor de O grito claro se significó sin ambages –bien que sin caer en el temerario heroísmo cacareado por tantos y practicado por tan pocos– en contra de un Estado Novo salazarista en el que le tocó vivir y crecer como poeta. No caeremos pues en la hagiografía fácil, que la vida honesta de este militante del Movimento de Unidade Democrática se basta por sí sola ante la historia. Tampoco repetiremos en innecesario refrito lo que sus principales analistas –Ana Paula Coutinho Mendes, António Guerreiro– han dicho con probable acierto sobre su poesía elemental y desnuda, sobre sus tres etapas, sobre sus influencias ora pessoanas, ora budistas, ora presocráticas.
 
Baste decir que Ramos Rosa nació al sur del Algarve, en la costera ciudad de Faro, el año de 1924. Mirando en el espejo ibérico, diremos que fue un año mayor que Ángel González o Ignacio Aldecoa, dos que Caballero Bonald y José María Valverde. Baste a ello añadir que en la década de los cincuenta, desde la revista Árvore (1951-1953) –seguida de Cassiopeia (1956) y Cadernos do Meio-dia (1958-1960)– que él mismo comandaba, levantó junto a sus compañeros de generación nuevas propuestas poéticas más allá de neorrealismos militantes y presencismos trasnochados. Vinieron a insertarse así en un panorama ya de por sí rico y variado –merced a los mayores Miguel Torga, Casais Monteiro, Alberto de Serpa, Eugénio de Andrade, Jorge de Sena, Sophia de Mello Breyner y otros tantos–, al que también se sumaban los surrealistas de Lisboa –Mário Cesariny, Alexandre O´Neill– de su misma generación. Ramos Rosa y los suyos apostaron, sin embargo, por la búsqueda de un lenguaje poético elemental que tuviera en lo humano su médula poemática.
 
El poeta de Faro no tuvo prisa en publicar su primer libro. Sin embargo, tras la salida de O grito claro, en 1958, setenta y ocho libros más fueron añadiéndose a su extensísima y desconcertante bibliografía, trabajada en incansable artesanía hasta su muerte a los ochenta y nueve años. Tan prolífica nómina de títulos podría inducirnos a pensar no solo que publicó demasiado, sino que el filtro de salida brillaba por su ausencia en el taller de sus palabras. De nadie sería tan injusto, sin embargo, semejante afirmación. Personalmente, y muy lejos de haber leído todos sus versos, aún estoy por encontrarle un poema prescindible, algún borrón mal echado en su kilométrica cuenta de palabras, algún paso en falso.
 
Podría pensarse que la estrategia seguida por Ramos Rosa para conseguirlo sería la de la variedad temática y formal, en la busca de un constante reinventarse a sí mismo. Al margen de matices y de épocas, su trayectoria poética demuestra muy por el contrario una cohesión deslumbrante. Coutinho Mendes lo ha descrito con lucidez como un movimiento en espiral. Podemos coger sin temor a equivocarnos cualquiera de los cientos de poemas que el poeta de Faro firmó y encontrarnos ante la certeza de tomar el epicentro de su poética. Porque todos sus poemas son variaciones de una misma melodía. La melodía de lo imperecedero: de la tierra, del silencio, del agua, de la palabra desnuda y completa.
 
Su poética es la de la palabra justa, la del discurso desnudo de todo lo superfluo. No pensemos sin embargo en la poesía pura mallarmeliana, ni en el ‘intelijente’ y exacto nombre de las cosas. Como comenta González Platón, «Ramos Rosa actúa al revés que Mallarmé: el poeta francés funda una poética en la que se pierde todo lo exterior al lenguaje; el poeta portugués se desplaza en sentido inverso, desde esa abolición va en la búsqueda de pequeños claros de vida».
 
Como de tomar la palabra justa se trata, diremos que la poética de Ramos Rosa no apela a la pureza de nada, sino a la pobreza de todo. La desnudez y la pobreza como raíz de la grandeza más elemental a la que el lenguaje puede aspirar. Tal es su hallazgo como escritor y tal su proeza milagrosamente consumada.
 
Nacen tales afirmaciones de la más absoluta admiración como lector reciente de este poeta luso. Vino a descubrírmelo la ya cincuentona Antología de la nueva poesía portuguesa (Adonáis, 1961) elaborada y traducida por Ángel Crespo. Entre sus páginas –medio siglo después todavía vigentes, útiles y necesarias– testé las muchas voces, entonces «nuevas», de la poesía portuguesa. Crespo, de hecho, apenas maneja O grito claro como único poemario publicado por el farense. Los versos de Ramos Rosa me deslumbraron en ellas, a mucha distancia, de todos los que lo rodeaban. Y no son pobres los nombres que le flanquean. Sorprendido de mi ignorancia ante tamaña voz –me eran tiempo atrás familiares los versos de Eugénio de Andrade, Miguel Torga, Jorge de Sena o Sophia de Mello Breyner, fundamentalmente– pude comprobar de su laureada ascendencia en el parnaso luso desde hacía décadas. La lista de premios y distinciones no desmerece a la de su bibliografía: Premio de la Bienal de Lieja, el Fernando Pessoa, el Nicola, el Eça de Queiroz, el Nacional de Poesía, el de la Crítica...
 
Tampoco era António Ramos Rosa un completo desconocido en el ámbito editorial español. Ángel Campos Pámpano tradujo el poemario Ciclo del caballo para Pre-Textos en 1985; Clara Janés hizo lo propio con Facilidad del aire para Ediciones del Oriente y del Mediterráneo en 1998; y más recientemente Luis González Platón versionaba La herida intacta en Sequitur el año de 2009. Curioso, en este sentido, que hasta la fecha hayan sido tres poemarios íntegros, y ninguna antología, su medio de desembarco en nuestro país. Un fenómeno que viene a ‘remediar’ en cierto sentido la antología impresa al otro lado del charco bajo el título de Dispersa sed y desde el sello editorial mejicano de La Otra en el reciente año de 2014. Sobre una selección de Maria Filipa, hija del poeta, los traductores Piedad Montero y Luis María Marina –cacereño en Lisboa, traductor de otros poetas como Nuno Júdice o Alberto de Lacerda, a la sazón– ofrecen esta escogida panorámica de la lírica del farense. Nuevo paso, quizás, hacia su merecida canonización en el ámbito hispanohablante, aún por llegar.
 
No descubrimos, decíamos al comienzo, ningún recóndito portento. El poeta que escribía sol y estaba vivo –dicen que aquel célebre verso suyo, «Estou vivo e escrevo sol» fue lo último que caligrafiaron sus moribundas manos, como aquel sol de la infancia que le encontraron a Machado en los bolsillos– es ya pasto del mito. Su presencia y su influencia más allá de las fronteras de Portugal se me antojan todavía, sin embargo, escasas. Confiemos en que su exacta voz germine lenta y pacientemente desde la cáscara vacía del silencio en cuanto el sol perdura.