De las voces que escribo
Por Mario Martín Gijón
Publicado en nº 2 (Primavera 2016)

Todo empezó cuando empecé a oír la voz de aquel profesor desterrado en mi cabeza. Es cierto que me habían contado de un docente de la Universidad de Perpiñán que presumía de haber conocido a eminentes escritores y cineastas que, por edad, era bastante improbable que hubieran coincidido con aquel farsante. Pero había en la voz de quien me hablaba un cierto patetismo que lo diferenciaba de aquel sinvergüenza, algo que me recordaba a los dignos lamentos del exilio de Juan Rejano, o al testimonio de Manuel Andújar en Saint Cyprien, plage... Por eso le hice caso, y apreté los puños al escuchar su fatídico error en 1944.

Podría hablar de otra manera sobre estas cosas y desenrollar ahora el pergamino teórico de una poética de la ficción, invocando los últimos avances de la narratología cognitiva (Fludernik, Cohn, Ryan) que han superado las limitaciones del estructuralismo y aquellos críticos que se sentían más importantes que los escritores al diseccionar la literatura en base a sus funciones. Qué mayor simpleza que calificar, como hizo Roland Barthes, de “seres de papel” a quienes resultan más vitales que la mayoría de nosotros e igualarlos a “meras palabras”, como si no fuera evidente que no podemos olvidar a Julien Sorel, Diego de Zama o Maximilian Aue, aunque apenas recordemos las palabras con las que fueron conformados. En lugar de “actantes”, como el burdo Greimas, hablar de “conocedores” (cognizers) como hace Uri Margolin, me parece más sensato, y más simpatía aún me despiertan Thomas Pavel y Lubomír Doležel con sus teorías sobre los mundos ficcionales. Podría seguir por este camino, pero no haría sino justificar a posteriori lo que un escritor siente de una manera muy distinta, racionalizando algo que no se produjo así. Es peligroso practicar la crítica literaria cuando a la vez se escribe, pues el análisis de una obra muchas veces tiene el mismo efecto que la autopsia sobre un cuerpo vivo. José Herrera Petere, Ernesto Giménez Caballero o Máximo José Kahn podrían haber sido deslumbrantes personajes de ficción, pero fueron personas históricas, que ya fallecieron, y que por tanto no hablan sino a través de los textos que dejaron. Muy distinto es el caso de los personajes que, mal que nos pese, nos sobrevivirán.
 
Así, aunque coincidí en Lisboa con aquel francés que tomé al principio por ocioso jubilado de turismo, fue un mes después cuando, paseando por la playa de Alicante, desierta en aquella noche de otoño, se me reveló la verdadera tragedia que lo había llevado a retornar a la ciudad de su infortunio y deambular por las arenas de Caparica, al otro extremo de nuestra península. Cuando dos años después estuve en la Gare d’Austerlitz, creí atisbarlo subiendo de nuevo a un tren con destino al sur, pero me temo que no era él. El epígrafe de Pessoa que precede el relato fue quizás una insinuación de reproche por mi parte: Si hubiera leído al poeta del que tanto le hablaba Manuela, seguramente la hubiera sabido comprender. 
 
Mr. Callaghan podría haber hecho buenas migas con Charles Prentice o Richard Pearson, e incluso con el creador de ambos, J. B. Ballard, que nos dejó hambrientos para siempre de su próxima novela, después de la arrebatadora Kingdom Come. Deambulando por Buġibba, no llegué a encontrarme con Mr. Callaghan, pero observé a una madura británica que me hizo pensar en la que él espiara en aquel restaurante turco, y por supuesto vagué errante por las dunas habitadas de lagartijas que aparecen en dos de sus lienzos más conocidos. 
 
Como señaló Álvaro Valverde, ese anónimo artista checo comienza con un guiño ostensible hacia el “Ishmael” de Moby Dick, y todavía no tengo claras las razones, aunque supongo que para él la ballena blanca pudo simbolizar el objeto de una búsqueda que nunca supo definir. Ni siquiera sé su verdadero nombre. Barajo la hipótesis de que conociera a Miroslav Tichý y quisiera hacerle un homenaje. De lo que no tengo duda, aunque sea algo más bien anecdótico, es de que el relato de sus escarceos sexuales no es ninguna fantasmada, aunque a mi amigo Ernesto García le sonara a tópico y sí, es cierto que hay un film titulado Horny plomber, con Anita Hudáček, y otros de argumento similar, pero eso lo descubrí luego... Ningún personaje me resultó tan intrigante como Miroslav (creo que él gustaba de rodearse con ese aura de misterio) y me fastidia rabiosamente no saber qué fue de él. Quizás me viera cruzando el Puente de Carlos, cámara en ristre, y me añadiera al almacén de su desprecio. 
 
A mi fugaz paso por la educación secundaria debo el haber conocido a René Rinsant, pero también a Rafael-José Díaz, que me habló por vez primera del poeta William Cliff, y a tantos blogueros que, con la extimidad característica de nuestros días, hacen públicos sentimientos y ensoñaciones que antes se confiaban al diario guardado bajo llave. 
 
En cuanto a Susan Cobb, la conocí en un autobús que me devolvía de Oxford a Gatwick. Me abordó ella cuando se dio cuenta de que escuchaba Muse, su grupo favorito. Hablaba algo atropellada y me costó seguirla. De hecho, no estoy seguro de haber entendido algo que me confesó, poco antes de despedirnos, en relación a Elizabeth Carrington-Surrey, por lo que preferí omitirlo en el relato. Cuando leí Los vivos y los muertos, de Edmundo Paz Soldán (otro escritor que escucha voces), deseé que Susan hubiera conocido a Hannah, Yandira o a la misma Amanda. Por el azar de un asiento también conocí al ingeniero forestal Thomas Jung, que se bajó del tren en Navalmoral de la Mata, y cuya historia habré de contar algún día.
 
Para recordar las primeras noticias sobre Nicoleta he de remontarme a mi época como estudiante, hace más de una década, cuando una deslumbrante Erasmus de Timisoara me habló de ella, aunque fue sólo años después, a lo largo de distintos trayectos en la Deutsche Bahn, cuando conocí la verdadera historia de Nicoleta Eminescu y su tragicómico viaje sin billete de Fráncfort a Hamburgo en busca de Miroslav. El final del relato, que conmovió a no pocas lectoras, no termina de convencerme, pero Nicoleta me aseguró que sucedió así, y yo no tengo más remedio que creerla. 
 
En cuanto a la señora Kamińska, me parece la suya una de las voces más singulares pero con la que menos me identifico y no sé por qué me estuvo hablando, durante horas, como Carmen Sotillo ante el cadáver de aquel personaje con el que comparto nombre.
 
En realidad, me hablan cuando quieren, y no es fácil trasvasar las intermitencias de sus corazones sobre la página en blanco que les espera. Y tampoco hay prisa: Cuántos jóvenes escritores, después de sorprendernos con una obra maestra, han sido acuciados, azuzados, seguramente de buena fe, por amigos y editores, para que salgan de nuevo al ruedo, aún sin fuerzas, con un libro escrito a base de leerse a sí mismos, esperando estar a la altura de los ditirambos que recibieran, y no han podido sino comportarse como el “jamelgo desahuciado” con el que compara Julien Gracq a esos artistas prematuramente envejecidos que enseguida pasan a engrosar los jurados literarios y evaluar a los futuros “escritores revelación”. Respetando la fidelidad del bloguero literario a su post diario o del escritor que diariamente nos sirve en facebook una exquisitez poética o cinematográfica, uno prefiere arrastrarse por sus rutinas y gozar o sufrir en una intimidad sin testigos, en espera de que vuelvan a hablarme.
 
Durante casi cinco años, el “inmortal” Mathieu Beaujour, desde su porvenir biónico (año 2072), me prodigó con cuentagotas los detalles de un único día de su vida, que no tendría continuidad. Más recientemente, me está dando mucho que pensar ese triángulo amoroso entre Milena, Murat y el profesor Petr Vínter. ¿Y qué significan esos cuadros o fotografías que cada uno de ellos ha visto y que parecen emblemas de un rasgo en el que se definen sus destinos? Por algo se ha de titular esa narración Ut pictura poesis. Más complicada, por lo fragmentaria, pero más familiar, por lo cercano de su geografía innominada, me resulta la historia de Rafael Alconétar y sus discípulos, aunque su muerte siga siendo un enigma... Y también están la mexicana Linda Rosaleda, que se aburre como estudiante, por increíble que parezca, en la Ciudad Universitaria de París; el malencarado Wojciech, que ignoro cómo reaccionará ante la llegada de esa pareja al hogar que él mismo ha convertido en hospedería; o la tensión llena de sobrentendidos entre Kerstin y Merche. 
 
Creo que la vida de un escritor no tiene por qué ser, en sí misma, más interesante que la de un conductor de autobuses, una camarera o un vigilante nocturno. La mía resulta seguramente más insípida que la de algunos personajes que conocí a través de mis relatos. Nada nuevo bajo el sol, me temo: Unamuno ya lo supo cuando Augusto Pérez le demostró superarlo en dialéctica y angustia. Por mi parte, nunca me atrevería a empujar a uno de mis personajes hacia el suicidio, recurso de escritores que sacian sobre ellos el poder que en la vida real no tienen. También, supongo, para deshacerse de ellos y dejar de escuchar sus voces. Realmente a veces pueden llegar a torturarnos.