Dos palabras encienden la noche
Un relato de Fernando de las Heras
Publicado en nº 1 (Primavera 2015)

1
Siempre creí tener claro los motivos que pusieron en marcha mi huida a Lisboa. Pero estos días en los que se cumplen diez años de aquel viaje, empiezo a pensar que los inventé todos.
 
Yo por entonces había regresado a la nueva casa de mis padres. Después de un infructuoso año académico buscaba razones que me motivaran en lo que siempre había considerado mi verdadera vocación. Era un joven escritor que, sin mucho acierto aún, dedicaba las horas a recorrer bibliotecas, tristes clubs de lectura y todo lugar en el que encontrar atisbos de eso que consideraba verdadera literatura.
 
Llevaba ya un buen tiempo sin escribir, tal vez, falto de historias que pudiese considerar mías. Y a pesar de que los primeros días en casa fueron catastróficos, con cierto asombro por mi parte, encontré en mis noches frente a la ventana de mi cuarto un extraño placer. Desde allí contemplaba un viejo hotel situado a unos cientos de metros de mi casa. Aunque continuaba abierto, desde hace años no recibía la visita de ningún huésped. Ninguna luz en sus ventanas. En cambio, sobre sus nueve plantas deshabitadas descansaba un letrero que parpadeaba en azul y rojo con su nombre, Hotel Lisboa. 
 
Cada noche, como si se tratase de una cita, me servía una copa, ponía algo de jazz en mi equipo, y permanecía en mi ventana mirando el letrero. 
 
En una ciudad como Badajoz, aquel luminoso entre los demás edificios del barrio suponía para mí algo más que un reclamo para mosquitos y tristes de corazón. Una emoción que sin darme cuenta me mantuvo aquellas noches en alerta. 
 
Una mañana mientras pensaba en la gente que habría visitado el hotel, en qué hicieron allí, en qué estarían haciendo ahora en sus vidas anónimas para no volver, decidí por sorpresa redactar una carta al director del hotel. En ella, después de alguna consideración política y poética menor sobre mi vida y mi bloqueo como escritor, le agradecía que a pesar de no tener visitante alguno, cada noche decidiese incansablemente iluminar aquellas dos palabras. Que supiese, al menos por mi parte, que había un espectador, vecino suyo, que reconocía su esfuerzo.
 
Como es de suponer, esperé con ganas unas palabras afectuosas de mi desconocido director. O al menos un acuse de recibo en el que me asegurase que su actividad diaria, encender nuestro letrero, no dejaría de suceder. El mero hecho de imaginar que un día, sin previo aviso, no encontrara mi faro girando me descolocaba por completo.
 
La carta, que finalmente recibí a las pocas semanas, superaba con creces mis deseos. La primera sorpresa fue que el autor de la misma era un tal señor Nogueira (desde ahora, el farero), director y empleado fiel que, según decía, era el único habitante del edificio. Primer y último responsable en encender cada noche y desde hace treinta y tres años el letrero del Hotel Lisboa. Pero el gran asombro que sentí en aquel momento respondió a la enorme historia que descubrí en la segunda parte de la carta. Aún la guardo. En un gesto inusual de sinceridad y cercanía conmigo, me contaba con toda naturalidad un hecho que yo encontré entonces inverosímil. Casi mágico. 

Según aseguraba el farero, este era dueño del hotel por herencia de un abuelo suyo, Cesário Almada. Un hombre de negocios que ganó mucho dinero a mediados del siglo pasado en la industria náutica. De vida intensa y viajera. Acostumbrado a conseguir todo aquello que se proponía. El fracaso, sin embargo, que todo hombre o mujer tiene, aludía en su caso a un último deseo por el que luchó siempre sin poder lograrlo. Un secreto que solo reveló en sus últimos días y que sin embargo no pudo demostrar.
 
Aún cuando tuvo padres, el señor Almada supo que había sido adoptado por un matrimonio de la alta sociedad lisboeta. Desde que tuvo conocimiento de este hecho, buscó sin descanso a sus padres biológicos. Después de muchos años, esclavizado por esta agotadora necesidad, las pesquisas finalmente arrojaron datos que hacían coincidir todo en un desconcertante punto, más bien en un solo nombre. El de su verdadero padre, Fernando Antonio Nogueira Pessoa. Fernando Pessoa, el gran poeta portugués.

2
Cuando Antonio Rivero Machina me pidió escribir para Heteronima, pensé un par de veces si contar mi experiencia personal en Lisboa que aunque oscura siempre consideré fundacional en mí. Mi relación con Portugal comenzó unos años antes, en mi adolescencia, cuando descubrí la música de Madredeus. Pero nada tiene que ver este acercamiento biográfico con lo que viviría años más tarde. Lo que cuento con estas pobres palabras (transcritas de las notas de ese año) excede en apariencia lo lógico. Pero yo por entonces de lo único que huía era de lo lógico.

La primera vez que dejé por escrito este episodio de mi vida fue al poco de llegar a Lisboa. (Puede parecer en ocasiones que lo escrito asegura más la realidad). Cuando comencé a vivir en la que sería mi primera casa. Rua Castilho, 15, tercer andar. 

Aunque para ser justos, ya con anterioridad había escrito un poema críptico titulado, Hotel Lisboa. Fue antes de marcharme, como digo, a la capital portuguesa con una beca Erasmus. Los últimos meses en Badajoz había asistido a un taller de literatura que impartió aquel año el poeta Ángel Campos Pámpano. Recuerdo aquella tarde junto a mis compañeros, todos mayores que yo, cuando leí en alto y bajo una luz embarrada aquel poema que nombraba a la ciudad de Pessoa y la saudade que yo aún desconocía.  Al terminar de leerlo, Ángel Campos, después de una breve pausa y con aquella serenidad que transmitía, me dijo, ¿Fernando, y qué tiene esto que ver con el Hotel Lisboa? Ya entonces, no me atreví a contarle la historia que había vivido con mi farero. Ángel, como ustedes sabrán, además de ser traductor de Pessoa y estudioso de la obra y vida del poeta, fue la persona que me hizo conocer en profundidad al escritor de los heterónimos. Hubiera sido una tomadura de pelo que no me podía permitir. 

Ya entonces ni a él ni a ninguno de mis amigos pude contarles no solo lo que descubrí en aquella carta, sino todo lo que supe después en los encuentros que mantuve con mi amigo el farero. Porque como pueden imaginar, no dejé pasar la ocasión de acercarme al hotel. El farero veía en mis ojos la pasión que despertaba su historia, cómo deseaba saber más de ella, dejándome atrapar, haciéndola mía.

De este modo, en los sucesivos encuentros que tuve con aquel hombre de mediana edad, afable en el trato aunque algo tímido, pero sin duda con una capacidad sobresaliente para la narración y la veracidad, me aportó, entre detalles menores sobre su intencionada soledad, un dato que aun siendo clave él no pudo verificar entonces. Hilo perdido que supondría para mí el punto desde el que yo debía partir.

Según aseguraba él (y sus padres en vida) antes de morir su abuelo les confesó la existencia de un hermano menor al que jamás logró conocer. Hermano que tal vez, y esta era la teoría y esperanza del farero, podría arrojar luz a un hecho que si bien parecía difícil de creer, yo a esas alturas no descartaba ni mucho menos. 

Aprovechando la beca que me concedió mi facultad y la invitación del farero a vivir en casa de su única hermana en la capital, me marché sin saber si aquella pequeña aventura la viviría por la familia del farero, por mi admirado Pessoa o por querer encontrar en toda aquella historia lo que llevaba años buscando. Una verdadera experiencia que me impulsase a escribir. 

Nada más llegar a rua Castilho y conocer a su hermana, la señora Ana, supe que todo aquello me engulliría. Frente a mí encontré a una mujer que, a pesar de los años, guardaba una belleza sincera en los gestos y una elegancia en los ademanes. Desde el principio mi relación con ella se estableció bajo un grado de cercanía y entendimiento sorprendente. Mantenía la mujer, por otro lado, una identidad difícil de tallar. Como ella misma decía a menudo en un tono susurrante que no hacía sino sumar inquietud en mí, -he sido muchas personas en muchos lugares posibles. A lo que yo preguntaba, 
 
-¿Qué quiere decir, señora Ana, con muchas personas? 

-Pues que viví intensamente, menino, la vida de todas las personas que vivieron aquí.
 
Aunque a pesar de que más tarde supe por ella misma que en aquella enorme casa se habían rodado numerosas películas, (todavía guardaba las fotografías del rodaje de Sostiene Pereira), siempre me pregunté si se refería, como daba a entender, a que vivió como suyas las historias de las películas, sustituyendo a su propia identidad, o mantenía el carácter heterónimo del que podría ser su ilustre bisabuelo.


3
Estoy apoyado sobre Pessoa. Es primavera y a pesar del viento que trae el mar de Cais do Sodre, remontando la brisa marina la empinada rua Alecrim, hace calor y estoy en manga corta. Mi brazo siente la calidez del metal. Café A Brasileira, dos de la tarde, rua Garret está como de costumbre abarrotada de turistas, y yo estoy en una escena que jamás olvidaré. Como ha sucedido desde que puse los pies en Lisboa, esta mañana vivo un momento extraño que al mismo tiempo guarda relación con lo que en principio sería mi misión, pero que a estas alturas se ha convertido solo en la excusa por la que estoy aquí.
 
Aún no sé bien cómo he acabado esta mañana en Chiado, frente a este mítico café grabando una escena para un anuncio. Alex, un amigo de Badajoz, tiene que realizar un spot para café Delta y el actor para esta mañana le ha fallado. Sabe que estoy viviendo hace unos meses en la ciudad y me pide que lo haga. 
 
-Pero es que yo no sé actuar, le digo por teléfono. 
 
–No te preocupes, me dice, solo tienes que mirar a la cámara y sonreír. Estarás apoyado sobre una estatua como si tu novia te estuviese haciendo una foto. 

-¿Y en que estatua será? Le digo. –En la de Pessoa frente A Brasileira.

La luz es excesiva. Los focos y el sol, que a esa hora cae vertical como un paracaidista, hacen que casi no distinga quién está más allá. De alguna forma solo estamos él y yo, aislados en ese círculo de luz. Lo miro a los ojos y después sonrío a la cámara. Me pierdo unos segundo pensando si aquel momento será lo más cerca que estaré de lo pessoano. Un pedazo de metal que jamás me devolverá la mirada.

Mis tardes leyendo a Álvaro de Campos en casa, frente al hotel, llegan ahora como una sacudida que me arroja de nuevo a mi infructuosa historia.

Había dedicado los primeros meses al empeño con el que me comprometí. Pero negada finalmente la existencia de un hermano y después de leer las notas inconclusas que la señora Ana había recopilado sobre la búsqueda de su bisabuelo, cesé en aquel encargo. La empresa desde el principio estaba abocada al fracaso. ¿Cómo iba yo a descubrir un hecho como este en la vida de uno de los personajes más importantes de Portugal? ¿Qué sentido tenía cuando nadie ni nada refiere que el poeta tuviese hijos de Ofelia Queiroz o de otra amante posible?

Desde el momento en el que sentí la imposibilidad de lo deseado, comencé a perder mi tiempo en lo que los chicos de mi facultad hacían. Iba a fiestas o viajaba en coche algunas mañanas a la playa de Cascais a tomar el sol, a leer. Cualquier cosa menos asistir a las clases en las que me había matriculado. Así, nada hacía prever que mi año allí cambiase hasta mi vuelta. Y viví un tiempo más sin sobresaltos.

Pero una mañana yendo como solía hacer a la Filmoteca, a pocos metros de la casa de la señora Ana, se cruzó de nuevo conmigo la posibilidad de retomar la búsqueda de Pessoa. La ciudad volvía a hundir sus manos en lo insólito.

Cuando me disponía a pagar mi entrada, Nuno, el chico de la taquilla, mientras me devolvía algunas monedas sin mirarme a los ojos, dijo –Tienes que buscar las sombras que vienen de cosas que no son las cosas.

Desde el primer momento, reconocí el verso y entendí que aquel chico estaba sugiriéndome algo sobre mi búsqueda.

–Nuno, ¿Cómo sabes lo que estoy buscando? ¿Qué sabes tú sobre los hijos de Pessoa? Las palabras salían atropelladas de mi boca. Por un segundo la filmoteca y la ciudad entera giraron alrededor mía. Respiraba con fuerza y las manos me empezaron a temblar. ¿Quién me había seguido? Pensé entonces. ¿Cuándo me hice notar?

-Sintra, amigo Fernando. Ese es el lugar donde tienes que buscar. Solo puedo contarte que en Sintra los objetos se aparean hasta confundirse y la realidad comienza a ser soñada.

4
Al volante del Chevrolet por la carretera de Sintra, al luar y al sueño por la carretera desierta, conduzco conmigo a solas. Los versos de Álvaro de Campos se repiten en mí desde que llegué hace cuatro días. Y al igual que en el poema, siento que estoy más cerca de Sintra pero más lejos de lo que vine a encontrar aquí. No le he dicho a nadie que salí de Lisboa, menos aún a mis padres. Creerían, como ustedes ahora, que estaba loco.

Cada mañana salgo del hostal donde me hospedo y recorro las calles sin un plan ni señales que seguir. Me mece ese subir y bajar callejuelas justo el tiempo que tardo en encontrar un nuevo rincón que me invita a detenerme. Oteo entonces los jardines privados e imagino que soy aquel que me mira tras las ventanas. 

Otros momentos del día los ocupo en los cafés, no sé, esperando quizás que alguien se acerque y me diga, ¿busca usted a los hijos de Pessoa? 

Pasa el tiempo y medito volver a Badajoz. Desde el comienzo ha sido un despropósito. La locura de un tipo solitario, dueño de un hotel vacío y el motivo de un joven escritor sin nada que decir.

Antes de volver al hostal entro en una tienda de telares. Tras andar una hora más por la ciudad un camarero del café París me habla de esta pequeña loja. Las dueñas son dos ancianas que parecen vender las telas que ellas mismas confeccionan. De repente, comienzan a recoger las mesas con los muestrarios y me preguntan si me quedo a comer. -¿Cómo dice, en su casa?

Se le arruga aún más la cara cuando sonríe. 

–No, filho, esta tienda después de las doce y media es un pequeño restaurante. Servimos comida casera. Un sencillo menú con los mismos platos desde hace años. 

Me siento a comer y disfruto de la sopa de la casa. Mientras me sirven voy cruzando con ellas algún comentario que otro.

-Es curioso, les digo, vine a Sintra porque me dijeron que aquí las cosas no son lo que parecen y antes de irme entro en su tienda sin nada que comprar para al final acabar comiendo en ella. Lo más extraño que encontré en mi búsqueda.

Me echo a reír aliviado. Pienso entonces que solo la cotidianidad establece caminos con lo extraordinario.

Cuando me dispongo a irme agradecido por el trato amable, la más mayor se acerca y mirando por una de las ventanas, como indicándome algún lugar colina arriba, me dice casi al oído, -pero cómo no va a ser este un pueblo donde las cosas son otras si ya nuestro origen fue muchas historias e esta terra, filho, foi muitas terras mais.

5
Llueve desconsoladamente. Desde la ventana empañada de mi coche observo cómo las laderas de este parque natural que es Sintra calan los pies de los turistas que corren a refugiarse bajo los toldos de los restaurantes.

Solo hace unos meses que salí de Badajoz y me parece que pasaron años. Estoy cansando pero también convencido de que el mundo quiere decirme algo.

Arranco dejando atrás la ciudad, carretera arriba. Repica el agua sobre el capó del coche y la luz de los faros patinan sobre el asfalto. Aquella anciana escondía un mapa dentro de ella y en él he visto un lugar.

Había visitado con anterioridad el Palacio da Pena, una residencia de reyes construida bajo muchos estilos artísticos que tendía, por su evidente belleza, al luar y al sueño.

A pesar de que el palacio cerraba a las cinco y ya eran las ocho, llevado por la obsesión y sin duda aturdido por el cansancio, conduje hasta la puerta de su jardín. Me extrañó no encontrar a nadie en la entrada, lo que me invitó a saltar la verja. La vida aprieta en las sienes cuando sentimos la amenaza. Una vez dentro caminé el sendero arriba. La lluvia deshacía el paisaje y el palacio alzado sobre el peñasco se mostraba desafiante. 

A los pocos minutos de llegar a la fachada principal, resguardado sobre el arco que preside aquel tritón, distinguí un paraguas zarandeado por un viento gris. Bajo él, una mujer vestida con el uniforme de los trabajadores del palacio se dirigía hacia mí. 

–Llegas tarde, me dijo tomándome de la mano, y está a punto de comenzar. 

No dije nada o no supe qué decir. Solo una vez dentro, recobrando el sentido de aquel momento, tomé a la chica por el hombre y le pregunté, -¿Pero quién eres? Queriendo evitar el malentendido.

 –Soy Sophia, dijo, mientras empujaba una pesada puerta de salón en la que se encontraba un anciano; Sophia Ventura, repitió de nuevo, bisnieta de Fernando Pessoa. 

Las células del corazón golpeaban al unísono.

-Y este es Luis, hijo de Ricardo Reis. –Boa noite amigo, dijo él con una dichosa naturalidad.

-Ya es hora de que llegues a tu final, prosiguió ella.

Sentados en sillones y sillas esparcidas por aquel amplísimo salón, encontré a cientos de personas, una gran familia, dijo Sophia, conversando despreocupadamente. Cada uno con su historia. Hijos, primos, nietos, supe más tarde, de Alberto Caeiro, Bernardo Soares, Álvaro de Campos y todos y cada uno de los hombres que vivieron con Pessoa. Una gran fiesta convocada para mí que sentí al instante. La oportunidad que me brindaba mi amigo el farero y, en última instancia, sus dos palabras encendiendo la noche.

Juzgarán ustedes esta historia como irreal o aún peor, como ficticia y no me sentiré ofendido. Ahora frente al hotel, sé que esa fue la noche más larga y misteriosa de todas mis noches, y aunque jamás podré confirmar con exactitud cada palabra o la existencia de todas aquellas personas, tengo la alta confianza de que aquel año conocí al poeta.