El nombre, el editor, el poeta
Por Francisco José Najarro Lanchazo
Publicado en nº 1 (Primavera 2015)

La poesía se compra por el nombre, como el Fairy. Dependiendo de la cantidad de veces que el autor haya sido nombrado, así son las ventas (aunque esto repercuta poco en el poeta y éste deba conformarse con lavavajillas de marca blanca por ser el Fairy exclusivo para los que pueden ensuciar tanto plato). Sin contar con los clásicos, que parten con ventaja en la repetición de sus nombres por los años, los libros de poemas rara vez llegan a las manos del lector tras echar un vistazo en la librería. El lector de poesía mete la mano en el bolsillo cuando ha oído un nombre antes, una joven promesa, un poeta ya hecho y derecho del que todos hablan y que aún no ha leído, algún premio, o el fallecimiento reciente del autor. Los editores lo saben muy bien, ¡anda qué no son listos los editores! Y así crean jóvenes promesas, encabezan generaciones con poetas hechos y derechos y antologías, y rescatan poemas no publicados del poeta muerto. 

(Para que quien lea este artículo no malinterprete mis palabras, fijo y lustro aquí que el editor no es el demonio.)

La editorial de la Universidad Diego Portales, de Chile, tiene un catálogo espectacular, o eso podría decir cualquiera con un simple vistazo a los nombres que en él aparecen, ¡de nuevo los nombres! Pero tuvieron un pequeño fallo. En 2003 publicaron Poemas del otro, del poeta patrio Juan Luis Martínez, explicando al lector que el libro contenía “material hasta ahora inédito: ocho poemas poco difundidos encontrados en diversas publicaciones, más un pequeño conjunto de entrevistas y conversaciones que quedó registrado de este poeta imprescindible.” Juan Luis Martínez fue un poeta poco común, como se puede ver en su obra maestra La nueva novela, donde hay poesía y juegos lógicos, humor e inteligencia, o en el libro-objeto La poesía chilena, una caja que contenía entre otras cosas los certificados de defunción de los cuatro grandes poetas chilenos hasta el momento: Gabriela Mistral, Pablo Neruda, Vicente Huidobro y Pablo de Rokha. Poco común por su concepción de la autoría y su ego. Antes de morir, en 1993 y a los 49 años de edad, el poeta encargó a su mujer que quemase todos sus poemas cuando falleciera. De esta quema sólo debían librarse su poesía visual y aquellos collages que conformaban la obra en la que estaba trabajando, un libro cuyo mayor interés, como dijo el propio Martínez en una entrevista, se encontraba en “la disolución absoluta de la autoría, la anonimia, y lo ideal, si se puede usar esa palabra, hacer un trabajo, una obra, en la que no me pertenezca casi ninguna línea, articulando en un trabajo largo muchos fragmentos, pedacitos que se conectan.”. Así, con el permiso de la viuda, en 2012 vio la luz El poeta anónimo (o el eterno presente de Juan Luis Martínez), que recogía aquello salvado del fuego, un libro en el que Martínez había logrado su propósito, no escribir ninguna línea. Con estas pocas anotaciones sobre el poeta, cualquiera se da cuenta de que estamos ante alguien que se ríe de la autoría, que juega con ella. Cristóbal Joannon, editor y prologuista de Poemas del otro, así como críticos y escritores de todo el país, hablaban de un Martínez diferente, lírico, en estos ocho poemas publicados por la Universidad Diego Portales, y lo achacaban al juego mencionado, al ser y no ser, a las voces que el poeta contenía, a la admiración que sentía por Pessoa y otros tantos argumentos. Pero llegó Scott Weintraub, profesor de la Universidad de New Hampshire, quién había estado investigando la obra de Juan Luis Martínez, y dio con la clave. Como recoge en su libro La última broma de Juan Luis Martínez: no sólo ser otro sino escribir la obra de otro (2014), los ocho poemas a los que todos habían buscado explicación por sus enormes diferencias con lo existente, la tenía, aunque se trataba de una explicación sorprendente: estos poemas no eran de Juan Luis Martínez sino de Juan Luis Martinez, poeta catalán que vivía en Suiza y que compartía nombre y casi mismo apellido, diferente por la tilde. Los poemas pertenecían al libro Le Silence et sa brisure publicado en francés en 1973, y del que el Martínez chileno había traducido los mencionados. El descubrimiento de Weintraub, y como él mismo indica, fue posible porque el poeta chileno había dejado pistas para ello en El poeta anónimo, en aquellos únicos papeles a los que les concedió el indulto tras su muerte. En este libro de collages y poesía visual se puede ver la ficha de la biblioteca donde cogió en préstamo el libro para después traducirlo, así como una crítica en francés del libro del Martinez catalán. Para ahondar más es necesaria la lectura del libro de Scott Weintraub, aunque queda claro que el objetivo de Juan Luis Martínez no era el plagio, sino realmente ser otro, algo que consiguió de forma magistral. El fallo de publicar un libro que no era del autor que decía ser, en realidad, no fue un fallo, pues sin su publicación no habría sido posible desentramar la genialidad de Juan Luis Martínez, lo que no se puede negar es que el nombre pesó más que el texto.

Los editores no son el demonio, yo soy editor. En 2013 me llegó un manuscrito de un tal Moritz Fritz, cuya biografía me dejó excitado y precavido: Moritz Fritz (1887-…) estudió Arqueología Clásica en la Universidad de Jena, su ciudad natal. Dedicó gran parte de su juventud a la antigua ciudad de Delos, adonde se desplazó con tan solo 17 años para colaborar -bajo la dirección de M. Holleaux- en las excavaciones realizadas entre 1904 y 1914. Durante su estancia en Grecia visitó todos los templos y oráculos de los que tuvo noticia. En su apartamento del número 6 de Wildstraße se hallaron diversos cuadernos, tanto de su etapa griega como de su posterior retiro en Islandia. El 12 de noviembre de 1925 se perdió su rastro en Selva Negra. Este libro recoge el contenido íntegro del cuaderno Delta. Sabía que pese a la falta de pruebas y fecha de su muerte, Moritz Fritz no era el que me mandaba aquel mail. Se trataba de Lorena Esmorís, a quien imaginé traductora de la obra. Las traducciones se pagan, y dado el bajo presupuesto que manejábamos, sabía que iba a leer aquellos poemas con recelo, pretendiendo que no me gustasen mucho. Con su lectura todo se me vino abajo, porque no era sólo un nombre germano lo que me atraía de aquel texto, sino que el libro tenía nombre propio, Hungría, y quería saber quién era ella, o por qué un país. Estuve a punto de escribirle a la señorita Esmorís para que me contase todo, por supuesto antes de decirle que éramos un proyecto sin ánimo de lucro y que allí nadie cobraba, ni uno mismo. Por suerte, mi compañero de editorial me avisó de que ella era la autora y no quedé como un estúpido. (Aquí no puedo asegurar nada de si los editores son o no son estúpidos). La poesía se compra por el nombre. El libro lo tenía todo, un nombre exótico para el boca a boca y para los compradores de librerías, y una autora de carne y hueso para hacer presentaciones. Además, crear ficción en la poesía me parecía algo maravilloso, porque aquello no era un heterónimo usado de la manera común, allí se contaba una historia. Tras leerlo repetidas veces fui a Google para saber más de los autores de las citas con las que titulaba cada parte: Maurice Léger, Egon Erns Spalt, Schiele Schloss, Josephine Calvine, Sasha H. Goldini, Charles S. Charles, Lucille Côte, Hermes de Antiparos, Fritz Ewigkeit y Hungría de Estagira. No encontré nada. Me avergonzaba ser el editor y no conocer a ninguno de aquellos autores. Tras darle muchas vueltas descubrí que todos ellos eran también Lorena Esmorís. No tenía entre las manos poemas inéditos de Juan Luis Martínez o de Pessoa, pero la construcción del libro era única y fascinante, y sobre todo, novedosa, nunca vista, algo difícil de conseguir en un siglo donde todo llega tarde. No hubo dudas y el libro se publicó en 2014.

Lo cierto es que soy editor y no soy el demonio, ni voy a firmar con un nombre que no sea el mío, y aún así, he pretendido el engaño, escribir un artículo sobre la importancia del nombre del autor para la publicación de su obra cuando en realidad quería reseñar un libro de mi editorial, Hungría, comparando su importancia incluso con la obra de Martínez. No os enfadéis porque no gano dinero ni puedo permitirme el Fairy, leed a Moritz Fritz y a Juan Luis Martínez.