Encuentros con Elena Poniatowska
Por José Ignacio Úzquiza
Publicado en nº 2 (Primavera 2016)

En el convento de San Francisco, un monumento del siglo XVI en la ciudad de Cáceres, conocimos a Elena Poniatowska, recién llegada de México a España por primera vez, para asistir a un Simposio Internacional sobre literatura hispanoamericana que organizamos allí, en noviembre de 1990. No sabemos cómo fue, pero el caso es que Elena Poniatowska llegó aquí, un poco por el empeño y otro más por el acaso.

Meses antes del simposio me presenté en su casa de la ciudad de México para invitarle a venir a donde ella no sabía y desde ese día, hasta el día mismo del simposio estuvimos pendientes de su venida.

En Cáceres habló de la literatura testimonial en América Latina, un tema que ella había cultivado bajo diferentes formas, ya fuera con documentos testimoniales directos (La noche de Tlatelolco y la matanza de estudiantes en el México del 68, o Nada. Nadie y el terremoto mexicano de 1985), ya fuera también con testimonios indirectos (Hasta no verte, Jesús mío).

En esta última obra, Jesusa Palancares, o Fermina Bórquez en la realidad, es el centro de un entorno social anónimo y marginal, en contraste con el entorno de la propia Elena Poniatowska: un entorno letrado reconocido. A partir de aquí, el contraste entre ellas –Elena y Fermina–, las voces de ellas dos juntas interviniéndose mutua y recreativamente.

Lo único que hago es escuchar a un pequeño sector, que me ha dado su confianza y reproducir su voz. Escuchar ha sido siempre un gran aprendizaje para mí (Revista AZB, septiembre octubre 1995).
 
Añadía luego, «y le saqué raja a ella» (Fermina-Jesusa). Elena llegó a decir, con franqueza, que tanto

Oscar Lewis (con su familia Sánchez y su «antropología de la pobreza») como yo ganamos dinero con nuestros libros sobre los mexicanos que viven en vecindades desamparadas (…) Ni mi vida actual ni la pasada tenía que ver con la de Jesusa. Seguí y me siento ante todo una mujer ante una máquina de escribir (Luz y luna, las lunitas, pp. 50-52).

Y Jesusa es una de estas personas no sólo marginalizadas, sino incluso «tapadas», como con un inmenso rebozo, igual que algunos personajes femeninos de Juan Rulfo, como si no tuvieran verdadera existencia social y ciudadana.

A fin de cuentas –dice Jesusa Palancares en Hasta no verte, Jesús mío– yo no tengo patria (…) no me siento mexicana ni reconozco a los mexicanos. Aquí no existe más que pura conveniencia y puro interés. Si yo tuviera dinero y tuviera bienes sería mexicana, pero como soy peor que la basura, pues no soy nada (…) Se me ha dificultado mucho la vivdera. Pero no estoy triste, no. Al contrario, vivo alegre (Hasta no verte Jesús mío, p. 213).

Lo que Elena apreciaba más de Jesusa era su carácter inconforme, airado e independiente, debido a la dureza de la vida que tuvo desde la niñez, a la soledad de fondo que siempre la acompañó en un medio social desajustado y agresivo. En realidad el carácter indómito acompañó, aunque en ambientes sociales distintos, tanto a Elena Poniatowska como a Jesusa Palancares. Quizá por esa hostilidad que siempre pareció rodearla, Jesussa se atrevió a soñar en seres queridos y reencarnaciones futuras de vidas más amables: «Se inventó –decía Elena– su vida anterior e interior para soportar su miseria.»

Sin embargo, Elena Poniatowska reconocía que ganó Jesusa, pero que también la perdió a ella y a todo lo que ella representaba:

Al terminar las entrevistas me quedaba con una sensación de pérdida, no hice visible lo esencial, no supe dar la naturaleza profunda de Jesusa; ahora pienso que si no lo logré fue porque acumulé aventuras, pasé de una anécdota a otra, me engolosiné con su vida de pícara. Nunca la hice contestar lo que no quería. No pude adentrarme en su intimidad, no supe hacer ver aquellos momentos en que nos quedábamos las dos en silencio, casi sin pensar, en espera del milagro (Luz y luna, las lunitas, p. 51).

Quizá por eso, la obra termina con las palabras de Jesusa. «Ahora ya no chingue, váyase. Déjeme dormir!». Un dormir, tal vez, tanto el de Jesusa, como el de Elena, juntos, arrulladas por el antiguo canto Náhuatl.

He aquí que yo te he tapado con mi huipil, te he cubierto con mi huipil, te he envuelto en mi huipil. Duerme apaciblemente, pues he reclinado mi cabeza entre tus brazos y te he tomado entre mis brazos, abrazándote (Hernando Ruiz de Alarcón, Tratado de supersticiones y costumbres gentilicias de los indios de la Nueva España).

Tras la muerte de Jesusa, Elena escribirá: «Jesusa ha muerto y la siento dentro de mí, la revivo y me acompaña. Es a ella a quien invoco y evoco» (Luz y luna, las lunitas, p. 74).

Pero ese «váyase» es una denuncia. Sí, esas mujeres que se van también de muchas cosas y, en particular, de las condiciones culturales o sociales impuestas por los hombres como hizo Jesusa y como hizo también la Fausta de La piel del cielo.

Sin más, Lorenzo cerró la cúpula, cubrió apresurado la consola y con el corazón en la garganta, descendió corriendo la colina hasta la casa de Fausta. Ni en la peor de sus pesadillas pensó jamás que nadie le abriría, ni que don Crispín, curiosamente despierto a esa hora tardía, le comunicara: -La vi salir hace un rato. Se veía mal. Llevaba una maleta. Le pregunté cuándo volvería y respondió que nunca jamás (La piel del cielo, p. 466).

Así, ella, la Jesusa Palancares de la novela o la Fermina Bórquez de la realidad, quizá pudiera entonar también aquellas hermosas palabras de otra mujer de la marginalidad cultural y social, María Sabina, la india mazateca de Oaxaca, palabras que tanto gustaban a Elena y a las que también dedicó sus páginas:

soy la mujer que llora
soy la mujer que habla,
soy la mujer que da la vida,
soy una mujer que golpea,
soy una mujer espíritu,
soy una mujer que grita.
Soy Jesucristo,
soy San Pedro,
soy un santo,
soy una santa
soy una mujer del aire,
soy una mujer pájaro,
soy la mujer Jesús
soy la mujer de la Virgen,
soy el corazón del padre,
soy la mujer que espera,
soy la mujer que se esfuerza,
soy la mujer de la victoria,
soy la mujer del pensamiento,
soy la mujer creadora,
soy la mujer doctora,
soy la mujer luna,
soy la mujer intérprete,
soy la mujer estrella,
soy la mujer cielo.
Oye, luna,
Oye, mujer Cruz del Sur,
Oye, estrella de la mañana,
Ven,
¿cómo podremos descansar?
Estamos fatigadas
Y aún no llega el día

(Álvaro Estrada, María Sabina, la sabia de los hongos).

Cantos que con sus repeticiones y variantes, constituyen un conjuro rítmico del mundo, destinado a generar efectos.

Y en fin, es María Sabina y es Fermina Bórquez, y es también Elena Poniatowska, los amores de México por todo lo que de México han sentido, aprendido, explorado y batallado, cada una desde su situación y su carácter y a las que no olvidamos.

México ha crecido con ellas, ese México del que Elena dijo en Tinísima:

México le gustaba por su falta de ordenamiento; nada indicaba nada. No había una sola guía en el camino y cualquier cosa podía suceder. Faltaban reglas, sobraba libertad (…). En México los tesoros están a la vuelta de la esquina, pero como encubiertos. Así bajo el yeso surge la pintura colonial, rascando con la uña aparece luego otra realidad (que no esperábamos) (Tinísima, pp. 170-171).



BIBLIOGRAFÍA
Estrada, Álvaro. María Sabina. México, Siglo XXI, 1977.
Oreamuno, Yolanda. Relatos escogidos. San José de Costa Rica, Editorial Costa Rica, 1999.
Poniatowska, Elena. Hasta no verte, Jesús mío. Madrid, Alianza editorial, 1984.
Poniatowska, Elena. Tinísima. México, Era, 1992.
Poniatowska, Elena. Luz y luna, las lunitas, México, Era, 1994.
Poniatowska, Elena. La piel del cielo, Madrid, Alfaguara, 2002.
Ruiz Alarcón, Hernando. Tratado de supersticiones y costumbres gentilicias de los indios de la Nueva España, México, FCE, 1987.