Infancia de la poesía
Por Eliécer Almaguer 
Publicado en nº 2 (Primavera 2016)

Hasta la poesía se ha vuelto cotidiana,
en mi infancia era una pequeña con los ojos vendados
jugando a la gallina ciega.
Los niños nos agazapábamos.
Yo era diestro ocultándome
pero la poesía me hallaba siempre.
La palabra yerba era realmente buena para camuflarse
la poesía contaba hasta cien y yo iba a esconderme
bajo las colchas alumbradas por los faroles de la abuela
mi abuela también se ha ido camuflando
bajo el almidón gastado de sus huesos.
Yo me ocultaba
y la poesía tenía los ojos como los de una niña
antes de que la estrella fugaz se suicidara
tanto los apretaba que sentía mis párpados cerrarse
así de unidos estábamos en aquel goce
por esa época del pecho le afloraban dos brotes recién nacidos
como los de mis primas;
ahora la poesía parece una madre que ha dado de lactar.
Era una gracia esconderme bajo la lluvia y sentir
que sus gotas me picaban como avispas dulces
el cielo era un panal enorme y Dios un abejorro o un zángano
y las estrellas y los cometas laboraban bajo su égida.
O tal vez cuando niño no había nada que se llamase Dios,
ni siquiera había algo que se llamase niño,
ningún nombre delataba nuestra mansa presencia.
La poesía y yo existíamos sin conocernos ni nombrarnos
y nos conocíamos y nombrábamos sin palabras ni signos.
La poesía era una niña ciega,
ella iba por la orilla del río y yo la tomaba de las manos.

Las palabras tienen frío,
se agachan temblorosas
como si el papel fuera maleza
y mi agonía la del ciervo herido,
como si sospecharan
la doble irrealidad que soy sin ellas,
como si más que signos fuesen órganos vivientes
y la o fuera el bostezo del suicida
y la i una inocente
a quien libarán esta noche su virginidad.