Juan Ramón Jiménez en un triángulo de algas
Por William Navarrete
Publicado en nº 2 (Primavera 2016)

Por alguna razón que ignoro, cada vez que se evoca a Juan Ramón Jiménez (1881-1958), pienso en el parquecillo que en su memoria y paso por tierras de La Florida le consagró el Ayuntamiento de Coral Gables (barrio residencial que forma parte hoy de la megalópolis de Miami), uno de los sitios menos poéticos del mundo, rodeado de altas torres con ventanales de vidrio, en la zona más urbana de dicho barrio, exactamente en el cuchillo que forman las intersecciones de Alhambra Circle, Galiano Street y Merrick Way. La desoladora imagen no encaja con el recuerdo de los mejores versos de Romance de Coral Gables, el poemario escrito por Juan Ramón entre 1939 y 1942, un periodo que coincide con el ingreso del poeta, aquejado por una depresión nerviosa, en el Hospital de la Universidad de Miami.
 
El poeta de Moguer llega a Cuba después de salir de la península en 1936. Pocos poetas españoles – a excepción de Lorca y María Zambrano, y sin dudas con una intensidad diferente – se relacionarán tan íntimamente en esa primera mitad del siglo XX con la literatura cubana.  Apenas desembarcado en la Isla, en noviembre de ese mismo año, después de una breve estancia en Nueva York y Puerto Rico, Juan Ramón se pone en contacto con Fernando Ortiz, destacado etnólogo y entonces presidente de la Institución Hispanocubana de Cultura, e, inmediatamente, junto a este último, Camila Henríquez Ureña y José María Chacón y Calvo, se da a la tarea de reunir las voces poéticas contemporáneas de la Isla en una antología que se publicará ocho meses más tarde, en agosto de 1937. 
 
Escasamente mencionada, y para muchos completamente desconocida, la antología llevó por título La poesía cubana en 1936, publicada por la Institución Hispanocubana de Cultura, impresa en La Habana, y su edición fue precedida por unas breves palabras de Fernando Ortiz y un prólogo de Juan Ramón Jiménez (firmado en marzo de 1937). Al final de la selección, a modo de apéndices, se incluyó una Nota explicativa y la lectura de la presentación de la obra que Juan Ramón Jiménez realizó, en febrero de 1937, en un acto público organizado por la Institución a fin de revelar el nombre de los autores que se publicarían en la obra, así como un comentario final de Chacón y Calvo.
 
Lo primero que sorprende de este libro, una vez que nos situamos en la fecha en que fue pensado, es la rapidez con que cuatro escritores de renombre lograron reunir el material, o sea, la obra de 63 poetas cubanos. En noviembre de 1936, Juan Ramón Jiménez y su esposa Zenobia llegaban a Cuba huyendo de la guerra civil española y tan solo tres meses después el poeta estaba presentado y leyendo ante el público de la mencionada Institución la obra lista para ser impresa.
 
La antología, como casi todas las de su género, incluye a poetas consagrados, a algunos por consagrar y a muchos de los que casi nunca se volvió a hablar, perdidos en la nebulosa del tiempo, ya sea porque no llegaron a despuntar o porque fueron, con el tiempo, injustamente olvidados. Juan Ramón se queja en su Nota final de haber recibido cartas de firmas ilegibles y llamadas telefónicas misteriosas en las que se le acusaba de ser muy severo en la crítica de poetas españoles e hispanoamericanos y demasiado generoso con los de Cuba. Se adivina en ello una de las tantas polémicas, por no decir chanchullos, en que el poeta se vio inmerso durante su vida literaria. Quede para su consuelo que gran parte de los poetas cubanos seleccionados participaron en un célebre Festival de Poesía que para el 14 de febrero de 1937, después de una convocatoria lanzada por la revista Ultra, organizara la Institución en el Teatro Campoamor de La Habana.
 
Habría, antes que destacar el enjundioso contenido de la antología, mencionar algunos puntos de vista, a mi juicio oportunos, que el propio Juan Ramón anota en su prólogo. Lo escribe, aunque sea el menos indicado, nos dice, para esclarecer la idea que tiene de Cuba y seguro de que la Isla tiene ya una voz poética autónoma que poco debe a España, y menos, al resto de América. Una voz de raíz profunda, telúrica, que en nada ni por nada debe ser confundida con la idea de que a un Nuevo Mundo correspondería una nueva letra porque, añade, ‘‘¿hasta cuándo va a ser nuevo este mundo’’ que tiene ya más de cuatrocientos años de ‘descubierto’?
 
Se adivina la ira de Juan Ramón con respecto a sus coterráneos, incapaces de entender el continente americano y de resumir la idea que se hacen de él metiéndolo todo en ese cajón de sastre titulado ‘‘Nuevo Mundo’’, del que se pretende que es universo en constante cambio y gestación. Tampoco teme a la rapidez con que se ha metido en el ámbito poético insular, pues de ese modo le ha llegado también ‘‘el ahorro de prejuicios y estorbos, e(s)terior, cotidiano que tanto daña la vida interior’’. Y cuando Juan Ramón Jiménez habla de ‘‘estorbos’’ se refiere al hecho de que una larga estancia y un duradero proceso de maduración de la antología en Cuba hubieran arrojado complicaciones de índole personal o favorecido la entrada de autores innecesarios que surgen siempre por el lógico proceso de acarrean las relaciones humanas, las deudas de amistad y todo aquello que hace perder, en buena medida, la objetividad en el momento de emprender la selección.
 
Esa frescura inicial, la de un gran escritor español que por primera vez pisa la tierra cubana y pasa al acto creador de resumir en un volumen la poesía del país, es lo más parecido que hay a los relatos de viajeros europeos del siglo XIX a lo largo y ancho de la Isla. Solo que esta vez desde el sentimiento poético. Su ojo virgen descubre el verde intenso (como el de aquellos viajeros) y el oído se estrena en la cadencia de un acento y de un verso de los que ignoraba casi todo. Renuncia a esa ‘‘voz vieja o andrajosa, chocanera o nerudona – el adjetivo lo inventa Juan Ramón para burlarse del poeta chileno Pablo Neruda de quien lo separa una profunda enemistad – que quiere pasar por nueva’’. (El subrayado es de Juan Ramón).
 
Entiendo que el autor de Platero y yo, además de infatigable curioso y amante incondicional de la poesía, buscaba ofrecer desde Cuba un compendio poético que contrarrestara el influjo de la poesía nerudiana en el continente. Tal vez en ese sentido se vuelva transparente una de las frases que escribe en el prólogo, cuando discurre en qué es lo viejo y qué es lo nuevo: 
 
‘‘Y siempre he creído, más o menos conscientemente, según mi edad, que los nortes de cada continente equilibran, en poesía lírica sobre todo, a los sures, siempre excesivos’’. 
 
Baste recordar que Cuba ocupa en esa Hispanoamérica, junto a México, los nortes de los que habla Juan Ramón, otra manera de traer a cuentas su antagonismo con Neruda, poeta del Cono Sur.
 
No se muestra insensible Juan Ramón ante “Balada del soldado muerto”, poema de Nicolás Guillén; “De otro modo”, de Emilio Ballagas y “Estatuas” de Eugenio Florit, poetas todos que antologa y ensalza. Ni olvida la poesía del matancero Agustín Acosta, a quien coloca como decano de los antologados, o la de otro hijo de la llamada ‘‘Atenas de Cuba’’, José Zacarías Tallet, de quien reconoce que ha dado para la poesía negra lo mejor y lo más bello. Antologa también, entre los que el canon ha seleccionado para la posteridad, a Mariano Brull, José Ángel Buesa, Samuel Feijóo, Ángel Gaztelu, Ramón Guirao, José Lezama Lima, Dulce María Loynaz, Enrique Loynaz, Manuel Navarro Luna, Regino Boti, Virgilio Piñera, Regino Pedroso, Justo Rodríguez Santos, Julia Rodríguez Tomeu, Serafina Núñez, Ángel Augier, Mercedes García Tuduri y Félix Pita Rodríguez.
 
Curiosamente, en la Nota final, y ante las dudas que la selección provocó en otros bardos consagrados, Juan Ramón cuenta cómo algunos poetas (Dulce María y Enrique Loynaz, además de Ballagas) se habían ‘‘asustado’’ un poco con algunas voces del ‘‘granero’’. Entre los ausentes menciona a Flor Loynaz que ‘‘se evaporó’’ (Flor tuvo siempre fama de alocada e impredecible) y a Juan Marinello (connotado comunista, cuyas luchas políticas y sociales le absorbían todo el tiempo, al punto que ni siquiera contestó la carta en que se le invitaba a formar parte de la antología). Muchos consagrados no pudieron enviar sus colaboraciones por hallarse en el extranjero. Fue el caso de Mariano Brull (en Bélgica), Félix Pita Rodríguez (en París) y Nicolás Guillén (en México). Con ellos, con Manuel Navarro Luna y José Zacarías Tallet (a quien llama ‘’complejo’’) pudo completar la selección echando mano a poemas publicados en 1936 en revistas cubanas. Ángel Gaztelu y Julia Rodríguez Tomeu aparecen como poetas desconocidos e inéditos, y no deja de intrigar la ausencia de Gastón Baquero, cuya poesía había sido ya presentada por José Lezama Lima y la calidad de sus versos no dejaba lugar a dudas.
 
También incorpora a Herminia Portal, más conocida por ser eminente periodista y la directora de Vanidades (una de las revistas más leídas en Hispanoamérica, esposa del gran escritor Lino Novás Calvo), a Felipe Pichardo (destacado arqueólogo), Mariblanca Sabas Alomá (pionera del feminismo en Cuba), José Gómez Sicre (coleccionista y crítico de arte), Mirta Aguirre (militante comunista e historiadora), Rafael García Bárcena (filósofo y pedagogo), René Potts (dramaturgo), Alberto Riera (abogado y redactor del periódico El Mundo), Josefina de Cepeda (esposa del escritor José Antonio Ramos y más dedicada al periodismo), Ernesto Fernández Arrondo (redactor del Diario de La Marina), Juan M. García Espinosa (agitador político), Lukas Lamadrid (abogado), Antonio Martínez Bello (periodista), María Luisa Muñoz del Valle (también periodista, vinculada a la prensa católica), Teté Casuso (esposa del gran poeta y líder político Pablo de la Torriente Brau) y Dora Alonso (escritora de literatura infantil).
 
Al parecer la idea inicial de Juan Ramón era sembrar la semilla de una antología de este tipo para que luego, cada año, se publicara una similar que hablara, en vivo, de la poesía que se estaba escribiendo en la Isla. Trabajo le costará convencer a quienes, como Emilio Ballagas, se negaban a ver su nombre en medio de tan amplio criterio de selección. Ante tales percances, Juan Ramón deja clara su postura en la Nota final con una frase que aún en nuestro tiempo pudiera resultar útil: ‘‘mi norma ha sido amparar a los jóvenes, exigir, castigar a los maduros y tolerar a los viejos’’.
 
Probablemente inspirado en la labor febril de Juan Ramón Jiménez durante su estancia en La Habana, otro poeta cubano, Ramón Guirao, prepara en ese mismo año de 1937, bajo el título de Órbita de la poesía afrocubana, otra antología que se publicará en las ediciones de Ucar, García y Cía, de La Habana, dedicada a la acaudalada María Luisa Gómez Mena, sin dudas la mecenas de la publicación. Y también en 1937, el joven José Lezama Lima (24 años) funda la revista Verbum que presenta como órgano de la Asociación de Estudiantes de Derecho de la Universidad de La Habana. En los dos primeros números de dicha revista (junio y julio/agosto de 1937) aparecen sendos textos de Juan Ramón Jiménez. El primero, titulado El abrazo español, habla de cuatro pintores españoles contemporáneos; el segundo, Límite del progreso, incluye unas notas y comentarios amargos sobre las limitaciones del progreso técnico constatadas durante su paso por Nueva York). ‘‘[…] ¿qué es un libro poético en una mano de mujer o de hombre, desde un piso 70?’’, se pregunta. ‘‘Capitalismo comunista con voluntad libre, contra programático comunismo sin capital. ¡Buen estilo progresista democrático!’’, añade refiriéndose a la gran urbe norteamericana.
 
Las revistas Mediodía y Revista Cubana publican también trabajos de Juan Ramón Jiménez sobre temas relacionados con la Isla. 1937 es entonces el año en que despunta la última etapa de la vida de quien verá coronada casi dos décadas después su carrera con un Premio Nobel. En ese triángulo de mar y algas, donde se abrazan el Caribe y el Atlántico, espacio marítimo que trazan La Habana, San Juan de Puerto Rico y Miami, extendido hasta las costas menos cálidas de Maryland, donde vivirá más tarde, resuenan todavía los versos del poeta. Sin esas ‘‘costas-refugios’’ Juan Ramón se hubiera despedido, probablemente, antes de la vida.
 
No recuerdo ninguna plaza, parquecillo, calle, ni siquiera institución que lleve el nombre de Juan Ramón Jiménez en Cuba. Tampoco queda muy claro por qué en una urbe de tanto verdor, y tanta naturaleza ajardinada, como es la megalópolis de Miami, se le haya asignado sitio tan poco acogedor al único premio Nobel que le ha dedicado enteramente una de sus obras.
 
Hay una leyenda negra sobre la aspereza y amargura del carácter de Juan Ramón y lo difícil que se hacía, en ocasiones, para algunos, tratarlo. Tal vez sea esa la razón de cierto desapego, de cierto injusto olvido que tras el paso del tiempo se fue quedando como una deuda de innecesario saldo, que luego, porque ya pocos se ocupan de esto o porque los contornos de los versos se funden para siempre con los paisajes, no vale la pena revivir, no vale tampoco subsanar.