La pseudonimia en Vicente Aleixandre
Por Alejandro Duque Amusco
Publicado en nº 1 (Primavera 2015)

Los investigadores del 27 algún día tendrán que afrontar un difícil y apasionante reto: el estudio de los pseudónimos utilizados por algunos miembros de esta excepcional Generación en diversos momentos de su vida literaria.

Un pseudónimo puede ser simplemente una careta, un antifaz o un juego con el que un autor evade la responsabilidad de lo escrito frente a sus lectores, y puede ser también un simple adorno, un revestimiento que además de encubrir añade un toque de misterio o de sugestión: es la que llamaba de modo genial Ramón Gómez de la Serna “la hopalanda del pseudónimo”. Este deseo de ocultación de la verdadera identidad llevó a un joven Jorge Guillén a firmar sus artículos de crítica literaria desde París con los nombres de Félix de la Barca y Pedro Villa; conocidos son hoy los falsos nombres de Ángel Cándiz o de Alfonso Donado –este último con carácter de parcial anagrama– que utilizó en su día Dámaso Alonso. Y a sus últimos años de vida corresponde el provocativo “Abinareta”, tras el que se cobijó un radicalizado y descontentadizo José Bergamín. Son ejemplos extraídos todos de esta brillante Generación.

¿El nombre hace al hombre? Pedro Salinas clamaba por boca de uno de los personajes de su pieza teatral La bella durmiente contra la inveterada costumbre de marcar de por vida al recién nacido con un nombre “a gusto de los papás o de los abuelos –decía textualmente–, para siempre y sin apelación posible”. El cambio de nombre permitiría a los protagonistas de esta deliciosa obra saliniana vivir un amor esperanzado y hasta inventar aquel nuevo nombre propio que cuadra mejor con la personalidad de cada uno.

Bien sabemos –humor saliniano aparte– que las cosas no son así. El nombre no es una marca indeleble, como un tatuaje de la personalidad, ni añade más significación que aquella que la etimología le procura. Es el hombre el que hace al nombre y lo carga de un sentido exclusivamente propio e individual.

Vicente Aleixandre, como es bien sabido, recurrió en el arranque de su carrera literaria a dos falsos nombres o pseudónimos para firmar dos poemas suyos, aparecidos en la revista Grecia, en febrero de 1920. Y aún empleó un tercer pseudónimo cuando ya era el conocido autor de Ámbito (1928): la revista sevillana Mediodía, en 1929, publicó bajo el nombre de un amigo suyo dos poemas que podrían haber entrado perfectamente, por lenguaje y visión del mundo, en su libro inicial. Esta búsqueda de un pseudónimo que lo encubriera, en tres ocasiones, y espaciadas en una década, no es del todo “inocente”, y nos revela la natural inclinación del poeta a construir un orbe en el que al mismo tiempo él está y no está, aparece y se oculta: define un ser hipostático y una callada intención.

No cabe duda de que en la base de esta tendencia suya a la pseudonimia se halla el rasgo que mejor definía su carácter: la timidez, para él “su principal defecto”, como reconocería en el “Cuestionario Marcel Proust”. En parte por esta timidez, pero en parte también por un deseo de quedar al margen y estar a la vez presente, como acabamos de decir, Aleixandre adopta pseudónimos que, en último término, transparentan su verdadera identidad a ojos de aquellos pocos íntimos que lo conocían bien.

Los tres pseudónimos elegidos por él –vamos a recordarlos– son: Alejandro G.[arcía] de Pruneda, Ramón Álvarez Serrano y José Manuel García-Briz. El primero de ellos es el que menos lo oculta, pues G.[arcía] de Pruneda era el segundo apellido de su madre, y Alejandro es la fiel traslación de su apellido, un apellido de procedencia valenciana. El segundo pseudónimo es el que más se ha tardado en reconocer: Ramón Álvarez Serrano. Éste, amigo suyo del Grupo de Las Navas, era un metódico y hábil poeta apegado a la estética modernista, cultivador del alejandrino y del soneto, por lo que el poema libre y acaligramado que firmó en Grecia, en el año veinte, no podía en absoluto ser suyo. Con la edición en la mano del Álbum de versos de juventud (1993) se tuvo la evidencia de su imposible autoría. “La preconsulta del Dr. Wollman”, tal es el llamativo título del poema, tiene la atmósfera estrafalaria y caótica de las novelas de médicos y cirujanos de Sir Arthur Conan-Doyle, y solo podía deberse al lector asiduo de este escritor inglés que era por esas fechas Vicente Aleixandre. Tiene, por otra parte, los mismos tics expresivos y las mismas imágenes irracionales que encontramos en su primera fase surrealista, la formada por Pasión de la Tierra (1935) y Espadas como labios (1932).

El tercer pseudónimo está muy próximo a una broma, pero a una broma seria: la colaboración la firma su amigo íntimo de la Colonia Domínguez, de Aravaca, José Manuel García-Briz, que no tenía nada de poeta, y aparece dedicada –ahí está la broma– a Vicente Aleixandre, como una manera tortuosa de reconocer su autoría. Broma “seria”, decimos, porque es la perfecta ilustración mutatis mutandi de la técnica que seguirá en lo sucesivo y hasta el fin la poesía de nuestro Premio Nobel: ese estar y no estar al mismo tiempo, hacerse presente sin ser advertido, como quien va a una reunión social con un disfraz. Podríamos repetir aquí las famosas palabras de John Keats cuando afirmaba que “el poeta es un camaleón”. Y no nos apartaríamos mucho de la intención con que lo dijo.

Sería conveniente ahora recordar cómo se gestó la escritura de Aleixandre durante los años de su aprendizaje. Fue a partir de dos experiencias de lectura muy distintas, prácticamente contrapuestas: por un lado, la lectura de la novela realista del siglo XIX español (“Clarín”, Valera, Pereda, la Pardo Bazán, y la que fue su permanente admiración: Galdós, de quien se consideraba “un conocedor minucioso”); y por otro, superada la fase del deslumbramiento inicial causado en 1917 por Rubén Darío –en otra medida también por Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez–, fue decisivo para él el encuentro con la vanguardia, que rápidamente conectó con su personalidad profunda. Lo que realmente le sedujo de la poesía de vanguardia fue su frescura irrespetuosa, su juego con los moldes convencionales, su atrevimiento para explorar y ahondar en la aventura del arte nuevo.

Después de ver no sin cierto asombro un caligrama en una revista juvenil de la época –seguramente el poema “Tour Eiffel”, de Huidobro, aparecido en Cervantes, en 1919, en traducción de Cansinos-Assens–, debió de pensar: “Ah, ¿pero esto se puede hacer en literatura?” No era el verso medido y armónico, sujeto a la obligación de la rima, utilizado por Rubén o Machado, ni mucho menos la severa visión de la realidad de los novelistas finiseculares, pero siendo distinto era igualmente válido. Traía “un estremecimiento nuevo”. Y se dijo a sí mismo: “Esto también puedes tú hacerlo”. La consecuencia inmediata fue la composición de dos poemas acaligramados: “A la luna”, que hoy podemos leer en el citado Álbum... entre otros tímidos intentos ultraístas, y “La preconsulta del Dr. Wollman”, al que hemos hecho ya referencia por ir firmado con uno de sus pseudónimos.

Esta es la clave de la naturaleza íntima de Aleixandre en su arranque como escritor y en la evolución de lo mejor de su obra: la atracción por la novedad, el riesgo, el empleo de un lenguaje y una técnica que le permitían ser él pero sin mostrarse del todo, y en el que el uso del pseudónimo era, en su caso, una ocultación absolutamente sintomática. Por eso hay que entender su primer libro, Ámbito (1928), contenido, puro y en cierto modo clásico, como una quiebra de su más genuina escritura, y solo cuando el poeta se incorpora al surrealismo a partir de Pasión de la Tierra (1928-1930) logra recuperar su verdadera línea de exploración y avance.

Para Aleixandre, la condición enmascaradora del lenguaje, que él hizo carne y sangre propias con el surrealismo y luego con el hermetismo de su etapa final, le sirvió para abordar asuntos y temas que de otro modo no hubiera podido tratar abiertamente. Con la ayuda de la máscara del lenguaje eso sí resultaba posible. Luis Cernuda lo comprendió muy pronto: “El surrealismo –escribió– atrajo a Aleixandre, de una parte, como técnica para expresar todo aquello que yacía en la subconsciencia, y de otra parte, porque su misteriosa manera de decir le permitía al mismo tiempo eludir la comprensión ajena de las verdades íntimas”. Todo son disfraces: desde los pseudónimos al lenguaje críptico de lo irracional. Pero sabemos que, en realidad, el disfraz revela más que oculta, delata más que encubre.

“Lo profundo ama la máscara”, escribió Nietzsche. Nada tan elocuente como la máscara, que le permite a Aleixandre, sirva de ejemplo, enunciar una frase lapidaria como “el poeta es un charlatán” y atribuírsela a Byron sin ser de él, y colocarla al frente de Espadas como labios (1932) a modo de lema provocativo. O hablar por boca de sus contrapuestos personajes de Diálogos del conocimiento (1974), sabiendo que todos en alguna medida son él y al mismo tiempo no lo son. Máscaras que son una sola persona.

Lo mismo cabe decir de los astros, bosques, selvas y fieras que pueblan la primera gran etapa de su poesía: pueden ser, y muchas veces lo son, nuevos disfraces de los abismos interiores de la conciencia, de las profundas “galerías del alma” de que habló Machado. Es raro que en Aleixandre la realidad sea unidimensional y no tenga al mismo tiempo varios sentidos, a veces hasta contrapuestos, pues, en involuntaria aproximación al budismo Zen, para él “todo es todo”. “Yo, el amor, las estrellas: todo es lo mismo y el viento unas veces se llama labios, otras arena, mientras todo vuela en el mundo visible”, escribe en carta –de 1941– a José Luis Cano, parafraseando su poética de los primeros años. Una mano alzada puede ser, entonces, un pájaro en vuelo; un cuerpo desnudo, un río cuyas aguas se escapan.

La naturaleza, primera y última máscara.

Porque hay que decir, de manera rotunda, que Vicente Aleixandre no es un poeta naturalista. Sintió gran amor por la naturaleza, le gustaba evocar sus primeros baños en el mar, en las playas de Pedregalejo, bajo la sombra protectora de su padre, se admiraba del magnífico paisaje de montaña y roca de sus veranos de Miraflores, él mismo se tenía por una chispa vital de la naturaleza. Pero aquellas selvas virginales de su poesía, aquellos tigres “del tamaño del odio”... son claramente símbolos de las pasiones del ser humano que yacen escondidas bajo el disfraz de las buenas formas. Por todo ello se entenderá ahora perfectamente el sentido último de las palabras con que termina el poema “Vida”, de Pasión de la Tierra: “Soy lo que soy. Mi nombre escondido”.