[Casas, laceraciones...]

          Por Eduardo Moga
          Publicado en nº 3 (Primavera 2017)



Casas, laceraciones.
Casas enclavadas en el suelo,
en el sueño,
sobrevoladas por amatistas
y eclipses,
sacudidas por espasmos
de penumbra.
La puerta roja,
la tiniebla roja
de un comedor,
la escamosa proliferación de la arcilla,
que es, pese a su cuerpo multitudinario,
un solo cuerpo, una agrupación arbórea de ímpetu
y derramamiento.
Ventanas,
pupilas inversas, pasadizos
a una intimidad lábil —una tetera, una camisa sin planchar,
 alguien que lee un libro—,
heladas por la lluvia
y la indiferencia.
Puertas, ventanas,
sucesos entre muros
o entre nubes,
paredes que se persiguen
entre castaños, o que escapan
como criaturas lentas,
alarmadas por el sol,
deseosas de sol, pero invadidas
de silencio,
casas huérfanas a cuyas
fachadas, en las que se alinean las columnas
y la hipocresía,
acuden los cables de la electricidad
como enjambres filiformes,
casas en las profundidades de lo visible,
en las que reconozco toda álgebra y
toda turbiedad, pero cuyo reconocimiento
no altera la certeza de que son edificios intangibles,
seres que ni atormentan ni aman,
de que su raíz es la distancia,
de que la argamasa y las pizarras y las chimeneas
y las moquetas
y los seres que las habitan —uno de los cuales soy yo—
son entelequias
o cadáveres.
Primrose Mansions.
Prímula: la primera que florece en la estación:
su amarillo lánguido tiene prisa por morir.
Y Rosebery Villa: el escaramujo, un arañazo de óxido,
una eclosión imperfecta
en la perfección de la rosa.
Estos edificios no significan nada:
su solidez es incorpórea,
como la levedad en que perecen.
Al acercarme a ellos, mi piel se contagia
de su insuficiencia: también yo me empequeñezco;
también mi nombre se arruina, como la pintura
que deserta de sus muros
vegetales.
Estas casas no están, aunque las vea
cada día,
aunque cada día, al salir de casa, se me aparezcan
con la gravidez de algo concluyente,
de algo como un precipicio
o una tumba: verlas cada día es la mejor prueba
de su inexistencia.
Y tampoco yo estoy: verlas cada día
demuestra también mi desaparición.
Allí, una cabeza de ciervo.
El ciervo es blanco, y, como algunas pinturas antiguas,
parece mirarme desde dondequiera que lo mire yo.
Los callejones, macilentos,
se han enamorado de la basura.
La basura es pulcra como la luna,
se corrompe como la luna,
dispara las alarmas de los coches
y de las casas,
como la luna.
andra
ue:
así reza un rótulo callejero: un nombre amputado,
como el mío,
como la luna.
Estas casas son trincheras inmateriales.
Las ventanas, párpados,
muñones,
se revisten de escayola
y mansedumbre; sin alterarse,
se resquebrajan; y, enteladas de ocaso,
convocan a la opacidad.
Las ventanas se dividen
en cuadrángulos, como esta celda con televisión por cable y suelo radiante
en la que me abismo
en mí
para ver lo que rehúye la mirada,
lo que se ofrece desnudamente a la mirada,
y articular cuanto carece de sustancia,
porque carece de amor,
porque no pronuncia palabras
ni se desgaja del olvido,
porque se asienta en una estructura que es
un coágulo
y un desprendimiento.
Alexandra Avenue dice otro rótulo.
Avenida: desbordamiento de pasos que no
permanecen,
caudal de formas que discrepan
de la muerte,
pero destinadas a morir.
Aunque no aquí.
Aquí cada jamba,
cada espacio cimentado es un simulacro
de fuga,
cada ser es otra cosa,
otro farolillo moribundo,
otra rosa o primavera
junto a los desechos de las obras,
a las sillitas de niño abandonadas,
o los yonquis que languidecen entre paraguas desmadejados,
o los tablones que se pudren al sol acuoso
del otoño.
Hasta los perros se resisten a ser perros,
y actúan como máquinas                    
o nulidades.
Nada hay aquí que me exonere de la nada;
no hay metáforas en las que guarecerme;
no hay luz, ni compasión, ni úteros, ni soportales.
La perversión es sinuosa como las fachadas,
y así se dirige a su fin: como una flecha curva,
como una flecha que no duda.
La vegetación que asoma en algunos zaguanes
duele como una mano cortada,
como una ofensa
entre carcajadas.
(Pero las carcajadas son frías,
como el oro de los bejucos,
como los cirros que se malignizan al atardecer,
como el mar que late lejos,
o que no existe).
Y yo, en el cuadrángulo.
El cuadrángulo: donde conviven la comodidad
y la herrumbre,
y el silencio es rojo, como las tapias
y las amapolas,
y los ascensores trasiegan sordomudos,
y los perros siempre ladran, aunque sepan quién eres.
(Los perros lo saben mejor que las personas).
El cuadrángulo, donde el silencio
es una navaja que recorre la piel
sobrecogida y solo la abandona
cuando se ha despojado de toda fraternidad,
y la esperanza, una prímula
pronta a morir
junto a la entrada
del aparcamiento.
El andamio que veo, desde esta ventana
a la que se reduce el mundo, es solo otra escalera
al no ser. Nada quedará
de su ascensión.
Andamio, scaffold, significa también patíbulo.
Esta entereza, esta urdimbre de sílice,
esta proyección tubular
de lo que es masa y oquedad,
no conduce sino a la desmemoria,
y la desmemoria me ahoga: lo que no comprendo,
no es; lo que niega,
no vive.
¿Me sostienen estos adoquines cansados, estos tabiques
como ceniza?
¿Me transfunden, con su marchita rectitud,
el pálpito, el centelleo
de los pies que los han pisado
o la tibieza de las caricias que han sostenido?
¿Me incomoda la sangre que los jaspea
o solo su densidad extinta,
el oro exánime de su noche?
¿O estoy yo cansado como ellos, tatuado por idénticos aguaceros,
desquiciado por el gravitar de los minutos?
No tengo vecinos, sino enemigos.
Yo no soy su vecino: también soy su enemigo.
Y el mío.
  
[yvon house y todo lo demás – 7 de enero de 2014
 
Vivimos en un piso que se encuentra en un inmueble rehabilitado. Antes Yvon House —así se llama— era una fábrica, como tantos otros edificios del barrio. De hecho, casi todo el barrio era una zona industrial, que albergaba, por su proximidad con el río y los nudos ferroviarios del sur de Londres, almacenes, silos, factorías y muelles. Con el paso del tiempo y el crecimiento de la población, que empujaba esas amplias y destartaladas extensiones fabriles hacia unos confines cada vez más alejados del centro de la ciudad —es sorprendente pensar lo cerca que quedaban del corazón del mundo, simbolizado por el edificio del Parlamento—, el espacio que ocupaban se ha destinado a viviendas y equipamientos públicos. No sé qué se fabricaba o almacenaba aquí. Sí, que la reconstrucción ha sido cuidadosa, y que la planta, cuadrangular, y el ladrillo original del edificio se han preservado. Este ladrillo inglés no es tan oscuro como lo pintan, sino que cubre una extensa gama de tonos rojizos: a veces, roza el granate; otras es ocre, incluso rubio. Durante muchos siglos, ha sido el humo de las fábricas el que lo ha tiznado hasta casi la negrura; ahora son el de los tubos de escape y el de la contaminación que genera la actividad humana los responsables de que se oscurezca. Desde nuestro comedor, en el que sobreviven también tres grandes ventanas de la antigua factoría, se ven, muy próximas, las casas de enfrente. La calle es estrecha y su nombre no resulta demasiado eufónico: Warriner Gardens. Se pronuncia guorriner (o guarriner, aún no hemos conseguido averiguarlo) y no tiene jardines, salvo que queramos considerar jardines los escuchimizados arriates antepuestos a algunas casas. Pero esto es normal aquí: nuestra dirección es Alexandra Avenue, que no es una avenida, y en Warriner Gardens no hay jardines. A veces me quedo mirando por la ventana lo que hacen los vecinos de enfrente. La curiosidad es un impulso natural del ser humano: cuando recae, por ejemplo, en esas extrañas floraciones que asoman en el microscopio, nos proporciona la penicilina; cuando se aplica a la vida de los vecinos, da para una película como La ventana indiscreta o para una entrada en un blog. Lo cierto es que me siento una mezcla de James Stewart y Henri-Frédéric Amiel. Siempre me ha llamado la atención en Inglaterra el contraste entre la importancia que se otorga a la intimidad de cada cual, a la privacidad de los ciudadanos, y la despreocupación con que muchos de esos ciudadanos muestran esa misma vida privada a los demás. Las casas que tenemos delante son antiguas, estrechas, modestas. No viven ricos en ellas. En muchas las cortinas nunca están corridas. En una siempre veo niños en pijama, una madre que plancha y un abuelo sentado en un sofá, que bebe de una taza. Los niños me miran también por la ventana, y deben de pensar que en mi piso las cortinas no están nunca corridas, y que alguien muy alto y con barba, que bebe de una taza, les está espiando. Ayer, cuando estaba de vigía, pasó el cartero, vestido de rojo. No sé si Correos se habrá privatizado ya: así lo había decidido el gobierno. El otrora legendario servicio de correos británico será ahora una empresa más, que honrará exclusivamente el principio del lucro. El cartero estuvo hablando un buen rato con una vecina, que parecía describirle, con gestos, un paquete que no había llegado. Mientras ambos dialogaban, se abrió la puerta de al lado y salió una señora en bata blanca y zapatillas de baño, que bebía de una taza. Aquí todos bebemos de taza: beber de taza es un rasgo diferencial, aunque nunca he sabido muy bien en qué se diferencia este «diferencial» del que hay en los motores de los coches. No pude descubrir por qué salió: estuvo unos segundos en la puerta, miró discretamente a la vecina y al cartero, echó otro vistazo a la calle, y volvió adentro. Presidiendo la escena, dos coches aparcados: un mini, rojo con listas blancas, y un bentley morado, antiguo pero fulgurante: el amor por los coches de los ingleses no conoce límites y se manifiesta en cualquier barrio, en cualquier rincón. Por la tarde, Á. y yo salimos a pasear por el barrio y tomamos por Warriner Gardens. Al lado de nuestro edificio hay otro semejante, aunque mucho más bonito. Es también una antigua fábrica, pero aquí la remodelación ha sido más lujosa, casi barroca, con puentecillos metálicos que conectan las diferentes galerías de los pisos, luces integradas en las paredes, plantas ornamentales y una oscuridad de terciopelo, con incrustaciones doradas: se llama Mandeville Courtyard. Algo más allá, distinguimos un negocio: McKinney & Co., que, por su nombre y la tipografía empleada, creímos una empresa de whisky. Nos defraudó comprobar que solo era una lavandería. Como para recordarnos los placeres que nos habíamos perdido, pasaron a nuestro lado en aquel momento dos gordos tatuados, descamisados y felices, que parloteaban en un inglés impenetrable y sorbían jubilosamente de sendas latas de Guiness. A esa hora, los vecinos ya no salían de casa. La oscuridad empapaba las fachadas. En casi todas las entradas se amontonaban los cubos de basura. Quizá alguien, desde alguna ventana, nos vería pasar, indolentemente, por la calle, y se preguntaría qué hacían aquellos dos mirando las fachadas oscuras de las casas, con el frío que hacía.


De Muerte y amapolas en Alexandra Avenue (Vaso Roto Ediciones, 2017).