En otro veranos
Por José Manuel Sánchez Moro
Publicado en nº 3 (Primavera 2017)
 
 
El humor es el realismo llevado a sus últimas consecuencias
Augusto Monterroso
 
 
El origen mental de mis heterónimos reside en mi tendencia orgánica y constante a la despersonalización y a la simulación
Fernando Pessoa 

 
Jaime tenía una moto verde que no hacía ruido. Para descender las cuestas del pueblo que daban a nuestro bar de reunión solía desactivar el motor y darle la utilidad que se le da a una bicicleta. A Jaime le gustaba comer bien y contarnos que la noche de antes del día convenido para una de nuestras reuniones se había visto con un hombre del mundo del cine, un tipo de segunda fila venido a menos, que, en una ocasión, tuvo a Sara Montiel sentada en su pierna tanto rato que la doncella se le meó encima. Tenía una moto verde que no hacía ruido y unos zapatos que seguían la moda de la capital. A veces, cuando daba a la moto utilidad de bicicleta, dejaba las piernas fueras y girando la cintura se aferraba al manillar en una pose chulesca y relajada, atrevida y llamativa, que acompañaba con un cigarro colgado de sus labios. Su abuelo fue marisquero pero gustaba de la casquería; su familia comerciaba con jamones por aquel entonces pero a él le podía el marisco. Le gustaba comer bien y solía contar que en la capital tenía una novia rubia y guapa. Tan rubia y tan guapa que no la merecía.
 
A Jaime, que vivía en la capital, y a Sebas, que se metió en la Universidad de su ciudad para ser el primero en calificaciones de su promoción hasta convertirse en Doctor, solo los veíamos en verano. Miguelito, Marcos y yo, por aquello de que teníamos parentesco familiar en el pueblo y no era como para los otros dos un simple lugar de asueto, coincidíamos también en los días grises de navidad. Sebas era decididamente feo. El más feo de los cinco. Pese a ello, era, y porque de tan rubia y tan guapa como nos vendía Jaime a la suya la dimos por inexistente y producto de su fanfarronería, el único de todos que tenía novia. Sebas nos contaba historias sobre cómo sería su vida una vez consolidado como profesor de Teoría de la Literatura o Literatura Barroca en la Universidad. Las que más nos gustaban eran aquellas en que preguntaba a las mujeres –sin haber libro de por medio- acerca de las vestimentas que debería lucir en la presentación de su primera novela. Daba cuatro opciones: camisa a cuadros, una; americana y camisa a cuadros, dos; americana y polo negro bien abotonado, tres; y cuatro, polo solo, acompañado de un reloj voluminoso. Al tener respuestas, categorizaba a las mujeres con facilidad. Las de urbe optaban por una determinada estética, muy diferente a las preferencias de las vinculadas a ambientes rurales. De igual modo, la segunda opción era la preferida de aquellas que frecuentaban discotecas, mientras que era el primer descarte de las que preferían bares de raigambre norteamericana, hipsters o bohemios.


El infierno era aquello. Cada verano en el pueblo aguardábamos con expectación el previsible transcurso de sus días. Siempre a la espera de aventuras, de hazañas o mundos que nos sometiesen, gober-nados nuestros ánimos al fin, en la rectitud de la creación de una obra literaria según Sebas o en ser un galán de otro época, con limpiabotas personal y novias rubias y guapas, según Jaime. Lo habíamos probado todo: llorar en entierros, hacer el amor con pueblerinas en el aniversario del estallido de la guerra civil, hablar con abuelas e, incluso, transportarnos en vehículos de tracción animal. El infierno era aquello: presentir la cada vez más cercana idea de una separación definitiva.

 
Miguelito iba para torero. Jaime tenía una moto verde que no hacía ruido, Sebas tenía una tesis doctoral y Miguelito no tenía infancia. Su niñez transcurrió en las piernas de su padre. Año tras año, feria tras feria creció viendo toros y toreros. Nos decía que era torista. Entre el público taurino los toristas reclaman un toro íntegro, con los pitones sin afeitar, bravo y con trapío. Los que se oponen al torismo son los toreristas. Miguelito decía que los toreristas eran unos palmeros, que creían que pagaban para ver cortar orejas y no para ver la verdad de la fiesta. Palmeros, irrespetuosos en los rituales, sin idea de lo que en el fondo era aquello. Eso decía de los toreristas. Iba para torero y de cada torero cogió algo. De José Miguel Arroyo “Joselito” (un torero republicano, ateo, criado en la calle y en el trapicheo de drogas, chulo, guaperas e irreverente de condición) provenía su gusto por las gominas. De Domingo Dominguín (el hermano de Luis Miguel que llegó, con Franco, a subvencionar ediciones de Mundo Obrero) su defensa del toreo como arte popular, del y para el pueblo. De Curro Romero y Rafael de Paula (máximos representantes del toreo gitano, del toreo artístico o del pellizco) escogió la idea de la espantá, bien relacionada con su ferviente defensa del torismo. Si el toro no era bueno, si era un marrajo, decían Curro y Paula, se iba uno sin matarle, sin torearle porque era hacerle perder el tiempo y la tarde al aficionado. Por los toros y los toreros, por su enferma obsesión, no tuvo infancia ni tenía novia. 


Marcos no escuchaba a ninguno de sus cuatro compañeros. Marcos era comunista y bien sabía que el sistema imperante había cerrado sobre nosotros la espiral del pensamiento único capitalista. Cualquier opinión, decía, que emitiésemos estaba condicionada por agentes externos no observables pero cognoscibles por quienes como él, lectores de Marx y Althusser, estudiasen las técnicas de sometimiento cultural de la superestructura. Hasta mi vinculación al torismo está condicionada por el sistema capitalista, le preguntaba Miguelito. Hasta eso, le respondía. Tres tipos de comunistas había. Los militantes de base entregados a las manifestaciones y a la lucha callejera, los intelectuales orgánicos y los intelectuales a secas de despacho, puro y biblioteca envidiable. Los intelectuales orgánicos, a grandes rasgos, decía Marcos, se encontraban a caballo entre el primer y el tercer grupo. Y él era un intelectual orgánico. Tres tipos de izquierdas comunistas había, explicaba con el dedo índice enderezado y tieso. Una izquierda comunista maximalista, ortodoxa, encerrada en sus símbolos más arcaicos, en sus valores legendarios. Una segunda izquierda con alma pactista, comedida, pragmática, enrocada en una inservible socialdemocracia y negociadora con el poder a niveles tales que este le engullía. Y, al fin, una tercera izquierda comunista, en la que él militaba, radical pero democrática, capitana de los movimientos sociales, abierta a las nuevas formas de lucha. Jaime era un buen comilón, Sebas un estudioso de la narrativa picaresca, Miguelito casi torero y Marcos un intelectual orgánico. 


El infierno era aquello. Cada verano en el pueblo aguardábamos con expectación el previsible transcurso de sus días. Siempre a la espera de aventuras, de hazañas o mundos que nos sometiesen, gobernados nuestros ánimos al fin, en la rectitud de un toreo “al natural” que enloqueciese los tendidos de Las Ventas según Miguelito o en un cambio del orden económico mundial que nos hiciese más humanos, más primitivos de emociones y valores ciudadanos según Marcos. El infierno era aquello. El sabor de un único pan, producido en una única panadería, un único economato respetado con devoción por cada habitante y creado por supervivencia en la hambrienta y tuberculosa posguerra. Un pan tan único, tan exclusivo, tan suyo como el pensamiento político de Marcos. El infierno era el primer cigarro del día que seguía a la ingesta de los bollos típicos del pueblo. Un cigarro que sabía a sequedad, a rutina maloliente, a calor que se filtra por las paredes de un pueblo donde solo hay piedras, lagartos y hombres con dientes amarillos de no lavarse. Un cigarro seco y despreciable como las sonrisas chulescas de desaprobación de Jaime. Algunas tardes nos aproximábamos a las orillas de un riachuelo a las afueras del pueblo. Nos gustaba quitarnos los zapatos y sentir el masaje de la hierba en nuestros pies. La tarde se iba y nosotros la seguíamos, con las miradas quietas en las últimas nubes, divagando en sueños. Jugábamos a cambiar de vidas:


-En la vida que soñé ayer era un poeta con perilla y veía antenas y en las antenas se enrollaban gatos. Y vivía en un bloque donde al viejo del primero le había salido la jugada de su vida en la quiniela con un Osasuna 3 - Recreativo de Huelva 5 y durante meses no supo donde guardar todo el dinero. Viviendo de las canciones de música que componía me sorprendió la cárcel, que era un habitáculo minúsculo, con una cama con un colchón de escasos centímetros y un cojín simulacro de la almohada. Y estaba en la cárcel porque el grupo que tocaba en ella, y para el que yo hacía las letras, quiso meter en el altavoz a un preso terrorista. El hombre de la quiniela me miró con miedo cuando me llevaban preso- empezaba Miguelito burlándose de las ínfulas poéticas de Sebas. 


-Mismamente la última mía no fue soñada. No venía de un poema donde se obligaba el poeta a tomar parte de cada uno de los versos que lo tenían quieto frente a un molino que era la existencia. En la última vida era hijo de ingeniero. Estudiaba en la capital y me follaba a una coja. Una sirvienta procedente de Francia, coja. De la pierna derecha. Se calló de un carromato y los chismes de la época no eran sofisticados, ni ella persona de dineros, para soliviantar, no ya el dolor, sino la torcedura- replicaba a Miguelito Jaime, que volvía con el gesto soez harto repetido por él de hacerle el amor a su novia guapa y rubia teniéndola a ella arriba. Luego se agarraba los genitales y miraba al infinito con furia de hombre que va a sentirse amado. 


-A mí, incluso, me ayudaban a subir las escaleras y tenía que reprochar a la sirvienta que lo hiciera. Y luego todo dios escribiéndome el discurso, y tic-tic de ordenador, y venga a probarme corbatas, aquí y allá, para que al final con la visita de un primer ministro de país del norte de Europa se resolviese todo de la manera menos alegre: colocarme yo un escalón encima del otro para que saliese bien en la tele el apretón de manos. Y también contraté a un biógrafo, para cuando dejé la presidencia. Y con varios años ya alejado de la política aún revisaba las corbatas de aquel tiempo- ironizaba, como respuesta, contando su sueño, Marcos.


El infierno era aquello. El concepto de vida inabarcable sobre nosotros. Como un exceso, sobre nosotros. La inseguridad del bigote que irrumpe, el sinsabor de la adolescencia consumada. Y volvía a la carga Miguelito contra Sebas y sus ínfulas poéticas: 


-En la vida que soñé ayer para mí, me gustaba montar a triciclo. Y, aunque no existiese, siempre perseguía a la protagonista con trenzas de un poema de Ángel González, que, en realidad, era una burra. Lo hacía siempre a las siete de la tarde, cuando medio que oscurecía. Todos los días, a excepción del domingo. Los domingos no, porque me sentaba en un poyete, el gesto caviloso de sostener la cabeza con una mano que venía de un brazo que se apoyaba en el muslo por el codo, a ver desfilar los autobuses de estudiantes feos.


Y Sebas, ofendido, perseguía por la hierba a Miguelito. Resbalaba y le toreaba con profundidad aprovechando su caída. El infierno era aquello



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* Por convicción impecable, por genética casi, soy S. Son J, M y M mismas despersonalizaciones como quiere Pessoa. Despersonalizaciones motivadas por la propia sociedad, remedios o mecanismos para interactuar con ella y salir ileso en el intento. Son J, M y M a S muy suyas. A J le debemos S y yo toda una personalidad. Una personalidad chulesca y dura por fuera que es luego temor y duda por dentro. Son M y M mis propios Ricardo Reis y Álvaro de Campos, cuando en palabras de la gloria lisboeta llegaron a protagonizar una discusión que pudo hasta oír el genio antes dicho. Como Reis y Campos, M y M se contradicen (en España cualquier ideología del abanico de izquierda, por cosas del pasado, es incompatible con cualquier valor nacional) y entonces aparece vehemente J, con chula pedantería y endiosadas formas, que impone admiración en los circunstantes para que la letrada condición genética de S me torne a mí que narro extravagante y auténtico.