Poerorata sobre si yo soy yo en mis poemas et al.
Por Ben Clark
Publicado en nº 1 (Primavera 2015)
 
Si hablamos de poesía —hablemos de poesía— hay algo que siempre me ha llamado mucho la atención y no creo que esté fuera de lugar comentarlo ahora aquí, entre amigos. Sucede que los lectores de poesía —happy few— suelen considerar, no sin razón, que lo que están leyendo es algo así como la intimidad del poeta, su alma, podríamos decir si nos permitiéramos utilizar la palabra «alma» en un texto —cosa que no haremos—. Sucede, digo, que uno lee un poema y piensa que lo que lee allí es lo que siente/piensa/¡es! el poeta. No estoy hablando de verdad o verosimilitud. No sugiero que los lectores de poesía —suponiendo siempre que existen todavía— se creen lo que leen. Claro que no. Saben que puede haber ficción y saben, también, que la ficción no es un obstáculo para la verdad de un poema. Pero sí que creen que los sentimientos que encuentran (ya que acuden al poema en su búsqueda) son verdaderos y suponen, con razón como ya he dicho, que el poeta está necesariamente detrás de ese sentimiento o de esa sensación que les ha creado el poema. Esta creencia viene de lejos y ha conseguido colarse en el maltrecho imaginario colectivo de modo que, ante una sencilla encuesta que planteara cuál de estos tres géneros literarios (podríamos, llegado el caso, sustituir las palabras «géneros literarios» por «cosas») revela más sobre su autor: el teatro, la narrativa o la poesía, saldría, creo (no lo he comprobado), que la poesía es la literatura más indiscreta. Creo que se trata de una creencia equivocada. Como poeta he sufrido más de lo deseable la falta de distancia que se presupone que hay (o que no hay) entre mis textos y yo. Mi madre iracunda/dolida porque afirmo en un breve poema que mi infancia fue deleznable; una novia iracunda/iracunda por un poema erótico sobre una camarera (en mi vida me he visto en tal aprieto). En estos casos el dolor y el enfado no nacían de la creencia de que aquello fuera verdad (mi madre sabe que mi infancia fue estupenda y la novia sabía que la camarera no me tocaría ni con un palo) sino de la creencia firme de que el sentimiento que motivaba estos poemas era verdad: yo aborrecía por algún motivo mi infancia y sentía un deseo bochornoso por la camarera. No. El manidísimo «El poeta es un fingidor» tiene, incluso, algo de chiste verde. Pero sigue siendo verdad. El poeta puede (y debe, en ocasiones) emular un sentimiento para poder crear la obra con oficio, con la frialdad de un relojero. El sentimiento está, sí, pero es un sentimiento convocado, maleable, trabajable. Por lo tanto no soy yo quien escribe mis poemas, del mismo modo que no es Marina Ann Hantzis la mujer que sale realizando todo tipo de acrobacias sexuales en internet, sino Sasha Grey. Utilizo esta analogía (no pretendía un juego de palabras, perdón) porque creo que los actores y las actrices del cine para adultos y los poetas tenemos bastantes cosas en común. A ambos se nos consume porque se supone que nos exponemos y ambos sabemos que en realidad no es así, que un orgasmo fingido no deja de ser un verso bien trabajado y ambas cosas no importan mucho cuando uno se va a dormir con la sensación de que hoy te han jodido pero bien.

Pero disculpadme, estábamos hablando de poesía…