4 de mayo de 2016

Encuentros con Elena Poniatowska

Por José Ignacio Úzquiza

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En el convento de San Francisco, un monumento del siglo XVI en la ciudad de Cáceres, conocimos a Elena Poniatowska, recién llegada de México a España por primera vez, para asistir a un Simposio Internacional sobre literatura hispanoamericana que organizamos allí, en noviembre de 1990. No sabemos cómo fue, pero el caso es que Elena Poniatowska llegó aquí, un poco por el empeño y otro más por el acaso.
Meses antes del simposio me presenté en su casa de la ciudad de México para invitarle a venir a donde ella no sabía y desde ese día, hasta el día mismo del simposio estuvimos pendientes de su venida.
En Cáceres habló de la literatura testimonial en América Latina, un tema que ella había cultivado bajo diferentes formas, ya fuera con documentos testimoniales directos (La noche de Tlatelolco y la matanza de estudiantes en el México del 68, o Nada. Nadie y el terremoto mexicano de 1985), ya fuera también con testimonios indirectos (Hasta no verte, Jesús mío).
En esta última obra, Jesusa Palancares, o Fermina Bórquez en la realidad, es el centro de un entorno social anónimo y marginal, en contraste con el entorno de la propia Elena Poniatowska: un entorno letrado reconocido. A partir de aquí, el contraste entre ellas –Elena y Fermina–, las voces de ellas dos juntas interviniéndose mutua y recreativamente. «Lo único que hago es escuchar a un pequeño sector, que me ha dado su confianza y reproducir su voz. Escuchar ha sido siempre un gran aprendizaje para mí» (Revista AZB, septiembre.octubre 1995). Añadía luego, «y le saqué raja a ella» (Fermina-Jesusa).
Elena llegó a decir, con franqueza, que tanto «Oscar Lewis (con su familia Sánchez y su «antropología de la pobreza») como yo ganamos dinero con nuestros libros sobre los mexicanos que viven en vecindades desamparadas (…) Ni mi vida actual ni la pasada tenía que ver con la de Jesusa. Seguí y me siento ante todo una mujer ante una máquina de escribir» (Luz y luna, las lunitas, pp. 50-52).